Aquí la pieza que escribí para Plaza Pública
sobre Jorge de León, tal y como la envié. Lo que yo quería inicialmente era que
la pieza se fragmentase, se atomizara en un resto de pequeños microtextos, pero
esa intención se fue perdiendo en la versión de PzP. Así que subo mi versión,
la que a mí me hubiera gustado que saliera. Enrique Naveda, editor de Plaza Pública,
se me puso exquisito y me argumentaba que la pieza estaba incompleta. Si la
quieren más completa que completen con más billete, digo yo. A los editores hay
que tomarlos un poco en serio, pero tampoco mucho.
Nos fuimos a meter a la
casa de ese artista–lazarillo que es Jorge de León; nos dijo una o dos cosas de
su vida.
Jorge de León –artista– medio apareció en el reportaje-crónica
que hiciera yo sobre la comunidad LGTBI, hace unos meses, para Plaza
Pública.
Enrique Naveda
–editor en PzP– me animó a escribir una pieza toda sobre él, un poco bajo la
idea que los temas que yo fuera publicando en el periódico se fueran de algún
modo interrelacionando. Lo cual ya de sí me pareció una idea interesante:
generar un universo conectivo, balzaciano, a escala periodística.
Y pues a Naveda
le llamó la atención que yo contase el arco que llevó a Jorge de León de la
marginalidad al establishment
artístico.
Y yo por otra
lado vi allí una pequeña historia migratoria y arquetípica, de decadencia,
redención, y ascenso.
Me comuniqué hace unos meses con Jorge de León para pedirle la
entrevista; accedió de buena gana a dármela. Propuse que nos juntáramos
entonces, pero resulta que eran los días de la Bienal Paiz. Jorge estaba más
bien ocupado, en talleres de arte y tal. Y se me desapareció. Se lo dije en
mail a Naveda, que me contestó, secamente: “Lástima”.
Le seguí el
rastro a otras cosas, y dejé de lado la nota.
Naveda me alineó
nuevamente con la misma, después: “A mí me sigue interesando esa descripción de los dos
mundos completamente opuestos en los que ha vivido o vive o por los que camina
de León. Y el tránsito entre ellos”. Y añadió: “Digámoslo así: de León, si lo
interpreto bien, es un personaje que conecta dos mundos que rara vez se tocan.”
Me comuniqué nuevamente
con Jorge.
Quedamos en juntarnos enfrente del Fu lo sho.
Llegué al lugar poco
antes de la hora pactada. En una de las bancas, me topé con un conocido mío,
escritor de haikus, con quien me puse a platicar de literatura (dulce ingratitud
de la literatura) mientras las hordas de personas habitaban y deshabitaban la
sexta, hiperfluidamente. Luego vino, advino Jorge, me despidé del poeta de los
haikus, y caminamos rectamente hacia el parque central, con la idea de realizar
en plena plaza la entrevista.
Poco antes de
encontrarse conmigo, Jorge de León se había reunido con Aníbal López, artista gruesomarginal,
y de quien hablamos un poco mientras caminábamos al parque.
Y yo pensando en estos
nuestros creadores brillantes, husmeando las orillas necrosadas de la vida, entre la destrucción y Ludwig
Van.
En el parque lo que hay es el exotismo perenne de lo ordinario, hay
ángeles sin casa, a no ser la plaza misma, rostros endomingados de muchos
colores (aunque hoy no es domingo ni jamás lo será), los puestecitos rodantes,
y en uno de ellos Jorge se compra un cigarro suelto. La plaza entera ha sido tapizada
por la temperatura viviente de un sol demasiado intenso, que seguramente nos va
a calcinar. No tiene caso tirarse la entrevista toda allí. Jorge de León me ha
dicho que vive cerca. Le propongo mejor que hagamos la entrevista en su casa. Consiente.
Caminando por la calle del mercado, y el mercado es nave alienígena
hundida en el centro del Centro, con todas sus frutas, perfumes de cuero,
recuerdos típicos. Tres o cuatro derelictos charamilean en la banqueta. Pasa
muy cerca una manifestación mínima. Esta es la ciudad de Jorge de León, la que
uno mira en sus pinturas, la de los autobuses pugnaces, los niños payasos, los
cascabillos regados, las escenas acordonadas por el MP: la saga cotidiana de la
capital. Muy pronto llegamos a casa del
artista, subimos las escaleras parecidas a ciertas escaleras de alguna infancia
mía, traspasamos puertas y quicios, y llegamos a la morada, en donde nos recibe
un perro artrítico. El espacio podría ser más interesante, si el artista le
diera más cuidado y procurase, pero se nota que eso de procurar a Jorge le pela
la verga. Jorge me muestra un asiento que ha manufacturado hecho de llanta y
caucho. Hay un cuarto en donde tiene su taller, fabrilmente caótico,
herramientas, mucho mueble, y según creo recordar una de esas espléndidas obras
en donde refulgen bellas
magulladuras y telarañas y rajaduras como de impacto de bala. Luego pasamos
al lugar donde duerme, que también es el lugar donde tiene su compu, y Jorge ya
me está enseñando archivos fotográficos de su obra en la pantalla. Un buen
momento para prender la grabadora digo yo. Tomás, el perro artrítico, se ha
echado a nuestro lado. Jorge habla, sin puntos.
Jorge de León nació en el Roosevelt, hace 36 años.
Respecto a su
familia por el lado materno, nos va diciendo:
Que su abuela
biológica es de Santiago Atitlán. Que la conoció hace seis años, al morir su
madre. Que no ha vuelto a verla desde entonces.
Que su abuelo es
de Jalapa. “De a huevo el viejito solo que bien serote”.
Al parecer la
abuela biológica huyó del abuelo, en algún momento, dejándole al señor la hija
de ambos –la madre de Jorge.
De allí resulta
que el abuelo se juntó con otra mujer, tuvieron cuatro hijos. Con esta mujer crecieron, por cierto, Jorge
y hermanas.
“Mi mamá –siendo
la hijastra– parece que no era bien aceptada en el núcleo familiar; entonces se
fue a vivir sola, y fue donde conoció a mi viejo”.
Luego la madre se
fue, dejando a Jorge y hermanas con el papá. No supo más de ella sino hasta los
diez y ocho años.
Ella murió de
cirrosis.
Jorge describe ese
lado de su familia como de bajos recursos, numerosa, de extracto popular.
Jorge me va contando
acerca estas personas del lado materno de su familia, sin que yo me entere
nunca de sus nombres.
Si uno atiende la genealogía de Jorge por el lado paterno,
descubrirá que ya en el siglo XIX hay unas parientes suyas establecidas en eso
de la pintura, llegando a ganar inclusive algún premio artístico.
Más importante quizá
es mencionar aquí a su bisabuelo, Rafael
Rodríguez Padilla, quien fundó –junto a Jaime Sabartés, el secretario de
Picasso– la Escuela Nacional de Artes Plásticas. Se mató–metió un plomazo, el
señor, cuando le buscaban los militares, por una intentona de asesinato a
Lázaro Chacón.
Hijo de Rafael es
Jacobo Rodríguez Padilla (tío abuelo de Jorge) quien partió como sabemos a
Francia. Cardoza lo referencia en El Río:
“Jacobo Rodríguez Padilla, suspiro que pinta, se ha vuelto faquir y ha
conseguido en París nutrirse con el aire”.
Por cierto que hace
poco escribió
de él Jaime Barrios Carrillo.
Hija de Rafael
también fue la abuela de Jorge: Fantina Rodríguez. Fantina se casa con el
escultor Adalberto de León Soto. Parten –él, ella, los primeros hijos– a Paris,
gracias a una beca otorgada por el gobierno de Arbenz. Naturalmente, cuando Arbenz
cae, la beca cae ella también.
Fantina vuelve
con sus –ya– cinco hijos (Katina, Pablo, Jorge, Zipacná e Iván, éstos dos
últimos pintores conocidos del medio) a Guatemala, a mediados de los cincuenta.
Una año después, se suicida el abuelo de Jorge, decimonónicamente, en el Bosque
de Bolonia, en Paris.
Fantina por su
lado se vincula al PGT, y la desaparecen en 1972. El padre de Jorge fue el
último en verla.
Jorge nos dice que su padre se volvió alcohólico, conoció a su
mamá, tuvieron hijos.
Como ya dijimos
la madre de Jorge se fue, dejándoles con el padre.
Pero resulta que
luego el padre también se paró yendo.
Pasaron cinco
años sin que supieran cosa alguna de él.
Cuando el padre
desapareció, quedaron Jorge y hermanas –Fedra y Fantina– viviendo solitos en
una casa de San Rafael, en la zona 18, durante un mes. Los vecinos les daban de
comer, y correlativamente saqueaban la casa. Se llevaron tele, juguetes, camas,
muebles, dejando el lugar vacío, hasta que sus abuelos vinieron a recogerlos –el
señor de Jalapa, la abuelastra– para llevárselos a vivir a El Milagro –zona 6
de Mixco.
Todo esto me va
contando Jorge, en intimidad.
Jorge siente que de cierta manera nunca fue aceptado del todo por
su abuelastra –abuela postiza la llama él– por no haber sido un nieto puro. Por
un lado la entiende: “Ponéte en la posición de una mujer de campo y tener que
criar a los nietos de su esposo alcohólico; yo creo que la señora tenía mucho
resentimiento”, comenta Jorge. Pero luego añade: “No nos golpeaba, pero había
cierto abuso psicológico, como por ejemplo recordarnos todo el tiempo que no
éramos parte de su familia, que éramos unos arrimados”. Jorge reconoce que la
señora les ayudó, pero a la vez Jorge apunta que había cosas que desde su punto
de vista no fueron lo más encomiables: “Básicamente trabajábamos para ganarnos
la comida”, dice.
Pasaron entonces de San Rafael a El Milagro, un lugar que ya se
estaba poniendo duro, y en donde ya en ese entonces se miraban cosas feas. Las
esquinas daban su costra de marginalidad, eran más calle que la calle.
Jorge estudió en la escuela primaria Mariano Rossell Arellano. Los
modelos a seguir eran los mareros, y aquí es donde vamos a introducir el
tráiler de Ciudad de Dios,
para darle color a la nota. Pero no es de ningún modo una referencia gratuita.
Comenta Jorge de León que cuando vio esta película identificó lo que allí
ocurre con lo que él mismo había vivido, en El Milagro. En las barriadas
latinoamericanas, los niños se van haciendo hombres a tiros, sin muchas veces llegar
a la adultez.
A unos cinco años de haberse ido, el padre de Jorge parece que volvió.
Eso fue en 1988. Jorge y una hermana se pasaron a vivir con él, a otra casa, pero
siempre en El Milagro.
Luego se mudaron a la colonia Miller Rock: una casa que fuera de
su abuela Fantina. A Jorge le resultó el lugar más aburrido del universo.
Y es que en el
Milagro la cuestión era muy efervescente: “Veías gente hasta a las ocho de la noche;
trabajadores, estudiantes; mucha vida; calles de tierra, casas de madera y lo
que querrás; pero se salía por lo menos a jugar afuera; había mucho comercio; y
festividades a cada rato…”
En la Miller Rock
en cambio todo desierto, todo silencio. Siendo diciembre, no había pero nadie
en la calle. Jorge y su hermana se pusieron a quemar cuetes. Les mandaron a la
policía.
Jorge vivía en la zona 12, pero como no encajaba allí, seguía visitando
El Milagro.
En el año noventa –Vinicio Cerezo el presidente– Jorge estudiaba
en la Normal. Pero más que estudiar, Jorge vagaba por la ciudad, con aquellos
tickets escolares que les daban a los alumnos, para el bus. Se montaba a la
camioneta en dirección a lugares que desconocía. Y así fue conociendo más de esa
proteica sustancia: la urbana.
Por andar vagando, ni modo se echó el año.
De allí lo
metieron al Aqueche, en el noventa y uno.
También perdió el
año.
Confrontaciones entre los institutos y colegios privados como el
Infantes o el Canadiense.
A pedradas, a
envazasos, a palos, se agarraban.
–Era una pelea de
clases sociales –dice Jorge–. Y no es que el Canadiense o el Infantes eran la
high class. Pero ellos podían pagar. Y vivían en la zona uno o la zona 11. Los
otros venían de El Mezquital, de El Paraíso, de El Milagro, La Ruedita, El
Gallito…
Como Jorge había tronado en el Aqueche, se pasó a El Central, en
la noche.
Y en la noche, era
otro tipo de vida. Jugar billar, emborracharse, ponerse bien pedo con pega y
mota. Los Capitol. Dieciséis calle. Cantina Las Verapaces. Novena Avenida.
Dieciocho calle.
Se comenzó a
violentar la onda.
–Empecé a reaccionar
a los estímulos exteriores –manifiesta Jorge.
“Durante la
semana del serranazo, hubo una reunión con los de la AEU”, continúa. “La
cuestión es que salimos a quemar un bus”, expresa. “Había cierta consciencia
política por parte de los estudiantes de nivel medio”, argumenta.
Se metían los
estudiantes a los buses a pedir dinero, pero resulta que el dinero era para
quemar otro bus.
Quizá tal fue el
origen de las extorsiones.
Jorge salió a incendiar
una camioneta, y terminó bien bañado en gasolina.
Y fue a dar al
bote.
Era su primera
vez.
Entró a Menores,
en donde vacacionó una su semanita.
Pocos meses después lo encerraron nuevamente, esta vez por
pelearse con un policía. Iba rumbo a estudiar, y un policía lo agarró del pelo,
largo entonces. Jorge le zampó un vergazo; huyó. Pero el policía lo encontró
igual.
Jorge tenía
diecisiete años; si se iba a Menores, tardaría más tiempo en salir, por eso de los
trámites: que el padre fuera a reconocerlo, etc. Así que declaró que era mayor
de edad, con lo cual paró en la zona 18.
En total, a Jorge
le han recetado doce ingresos al bote. En su defensa, diremos que cuatro o
cinco veces se lo han llevado meramente
por estar tatuado.
No es que Jorge fuera un santo, tampoco. Porque, según me dijo, en
El Milagro él y sus compas hacían bombas de fabricación casera.
(Años más tarde, Jorge llevaría a cabo una acción artística en una
galería de arte, en donde construiría, in
situ, una de estas bombas, que cualquier interesado puede concretar con un tubo
de PVC, tapitas de pepsi, alambres, cincos, cuetes, vidrios, y una aconsejable
dosis de frustración social. Se recomienda un poco de inteligencia para no
perder el brazo manipulando el artefacto.)
Cuando Jorge entraba a la cárcel, se quedaba poco más de dos
semanas, y luego lo devolvían a esa otra cárcel un tantito más compleja que es
la ciudad de Guatemala. En general, no le iba mal en el tambo –tenía contactos,
amigos– salvo un par de anécdotas desagradables, aunque no hace falta decir dramáticas.
El noventa y tres fue el último año de estudios de Jorge, sin llegar
a graduarse. La suya era una existencia deportiva forrada de alcohol, putas, calles
y huevear. Llegaba dos días a su casa a dormir, el resto se la pasaba en la
calle. Para sobrevivir hacía lo que fuera. Y dormía en hoteles o en la misma calle,
en las tarimas del mercado, en la dieciocho calle, en el Parque Central, en el
edificio Lucky…
En el noventa y cuatro, él y sus compas estaban en una fiesta.
Se sacaron alguna
pelea.
Alguien le pegó a
Jorge en la mollera con una silla. Jorge devolvió cortésmente el sillazo. Ya
tenía un envase roto en la mano. Con el puro cristal de la botella le abrió el
estómago a un chavo. Allí mismo lo perforaron a él mismo con un verduguillo. Salió
corriendo, y en la puerta lo alcanzaron. Como entre quince, lo pateaban. Logró con
todo trabajar la huida. Hasta que en una esquina cayó, del filetazo. Llamaron a
los bomberos. La caca se le salía. Fue a dar al San Juan de Dios. Allí lo abrieron,
como a un gran animal. A resultas de ellos, le acompaña una bella cicatriz, que
es una brasa carnal, cirugía en ráfaga, gran chancro vertical.
Jorge el
Perforado.
Jorge me ha enseñado una foto con aquellos quienes se mantenía en
su época visceral. Los de la foto, pues.
Y solo pintas.
“Este chavo está
muerto, éste salió del bote este año, éste se volvió alcohólico”, así me los va
describiendo. “Éste fue el que se llevó Aníbal a su muestra en Alemania”. “¿Qué
muestra?”, le pregunto. “Tenía que llevarse un sicario a Alemania”, responde.
Aquí es el momento de hacer una digresión. A veces se le mira a
Jorge de León como un ex pandillero, un ex marero. Lo cual a mi modo de ver las
cosas no es rigurosamente cierto.
Yo defino al pandillero
o marero como el miembro formal de una clica que ha pasado por una iniciación
ritual y que se ha convertido en un soldado al servicio de un ejército
panamericano de nihilismo organizado.
Fue cuando los
puros cholos empezaron a ser deportados de los Estados Unidos, con la firma de
la paz, que las maras empezaron a tomar una silueta determinada en América
Central, y las pandillas se reificaron, terminaron de cuajar.
Claro, las maras
ya existían antes de una forma u otra. De hecho, yo recuerdo que cuando residía
en la zona 18 (muy cerca por cierto de donde vivió en su momento Jorge) ya recibía
noticia, siendo un mero niño, de las maras. Quiere decir que el fenómeno es
viejo.
Pero no es que tuvieran
el mismo grado de formalidad que hoy poseen, el modelo organizativo, el nivel
de militancia, la mística inexpugnable, la estética inconfundible, la dignidad
oscura.
El error es querer
ligar a Jorge a una categoría así de
técnica, cuando su experiencia fue de hecho más errática, más abierta.
Especulo que el
mundo del arte, que ha acogido a Jorge, ha contribuido a perpetuar esta imagen de
él, para cubrirla de glamour marginal, pero sin clarificar mucho nada, y él a
su vez ha ingresado al juego, se ha dejado más o menos empaquetar, y la verdad con
toda razón.
Lo cierto es que Jorge de León es un lazarillo.
Ya he hablado
antes del papel del lazarillo en Guatemala, en una
pieza que escribí sobre Velorio.
Me autocito:
“Siempre he tenido más amor por
el personaje del Lazarillo que por el personaje del Quijote. Aunque ciertamente
hay algo de quijotesco en el Lazarillo. El Lazarillo es un arquetipo, pero
emana en la realidad por medio de ciertos sujetos concretos. De hecho, el
Lazarillo es por definición algo individual: un solitario. Entonces, por alguna
razón, siempre está fuera de contexto, sin definición social exacta. Aprende
como puede. Ha recibido enseñanzas de otras personas, pero para lo fundamental
siempre fue él mismo su propio maestro, su propio mentor. Es producto de azar y
la fortuna. Viene de abajo y siempre tiene sed y siempre lleva hambre: un
apetito que lo lleva a recorrer enormes distancias, lo convierte en una especie
de fugitivo. El psicodrama del Lazarillo es que está siempre en fuga: pero en
fuga a ninguna parte. En el camino, un montón de gente le mete el huevo. Pero
sus aventuras son innegablemente entretenidas.”
Siendo un lazarillo extremo,
Jorge no es un pandillero puro. El pandillero puro es ya un recluta de las
regiones de Mordor. No hay nada más desagradable que un pandillero puro le mire
a uno a los ojos cuando está maleado: en lo suyos uno verá la muerte. Por el
contrario, yo creo que en los ojos de Jorge hay incluso un filo de inocencia, y
es justamente por eso que me cae bien. Y con eso tampoco quiero devaluar su trama
marginal; está claro que Jorge lleva barrio.
En realidad Jorge
es un producto esquizoide de varios ambientes muy distintos, variables, complejos,
que se fueron amestizando en su persona. Su familia materna, de corte más
popular; su familia paterna, vinculada al arte y la izquierda, con todo lo que
eso significa; su experiencia marginal en El Milagro; el ambiente más clasemediero
de las zona 12; las distintas capas experienciales del centro (guerras escolares,
rivalidades de pandillas, juerga, business); el mundo del arte sofisticado, que
transcurre muchas veces en ambientes de dinero y dolce vita. O sea que aquí hay
muchas convergencias de realidad, en donde los estamentos y las clasificaciones
se han vuelto fluidas y mutantes.
Como buen Lazarillo, Jorge ha
trabajado de muchas cosas: vendedor de cajas, protector de putas, tatuador de
máquina hechiza, vendedor de falsa cocaína, caco. Trabajó asimismo en la Muni,
como peón y ayudante (de albañil, de herrero, de carpintería, de todo). Le tocó
tirar asfalto y aplastarlo. Levantar paredes perimetrales. Hacer banquetas.
Burros de metal. Pueblas lisas de madera. Otra cosa que hizo fue comprar ropa,
chumpas en las pacas, revenderlas luego.
El Lazarillo hace
lo que puede con lo que puede. Y siempre sobrevive. Es el Lázaro perpetuo.
En Guatemala, el artista es casi siempre un subgénero del
lazarillo.
No sé si ya lo he dicho, pero yo tengo mucho amor por los
lazarillos. Guatemala es un gran país–Lazarillo.
Jorge estuvo entrando y saliendo de las cárceles durante unos tres
años. Ya estaba harto. Nada de eso tenía sentido. El centro era una retícula de
densidades, una flor de territorios, un solo agujero en el cristal del no
future.
Pero Jorge tampoco quería entrar al sistema.
Se le ocurrió una
solución elegante: entrar a la Escuela de Artes Plásticas. Salvo que la
inscripción costaba cincuenta pesos, y los cincuenta pesos se los paró dando a
una su traida que trabajaba en el Trébol, y ya no pudo entrar.
Es de aclarar que
Jorge a todo esto había estado creando, haciendo dibujos, en medio de tantos
enveses: es decir que había heredado el universo artístico de la familia de su
padre.
Y luego también se puso a tatuar, práctica que estuvo
realizando por algún tiempo.
Fue su tío Zipacna –el renombrado pintor, ya muerto– quien le
ayudó a ingresar –y esta vez sí lo hizo– a la ENAP, año 99. Roberto Cabrera era
el director de la Escuela, nada menos. Un momento muy propicio, es decir. Daban
clases: Rodolfo Abularach, Manolo Gallardo, Ramón Ávila, Irma Lorenzana de
Luján, Ana María Sobral de Segovia: una nada desdeñable élite cultural.
Jorge se voló
cinco años en la ENAP, en plan oyente. Gracias a la ENAP pudo conectar con toda
clase de personas interesantes. En un taller que diera González Palma, conoció
por ejemplo a Darío Escobar, Sandra Monterroso, Irene Torrebiarte, Regina
Galindo, María Adela Díaz, Jessica Lagunas...
Luego también
participó en la experiencia Colloquia, aquel laboratorio de ideas estéticas
vinculado a González Palma y otras figuras, que conformaban a su vez una suerte
de cenáculo fresco y vibrante.
Otra experiencia
formadora relevante para Jorge fue haber ido a esas satsangs artísticas que
mantenía el inolvidable Danny Schafer, en donde se sentía la verdad del arte
con especial intensidad. Un maestro severo y genial.
Y así Jorge se
fue informando. Y así Jorge se hizo artista.
Jorge despuntó, se hizo conocido en el medio artístico con aquel
su performance en donde se cosió mitológicamente la boca, llamado El círculo (2000). Fue realizado en el año 2000, en el contexto del festival Octubre
Azul. Era una protesta acaso contra el silencio, contra la silenciosa
complicidad social, contra el silencioso sistema silenciante. Y era como si
cosiéndose la boca se la estuviera descosiendo.
Por cierto que
vimos algo parecido hace unas semanas, cuando un fan de las chicas de Pussy
Riot también se cosiera la
boca en señal de apoyo al colectivo feminopunk.
Poco, por demás,
sirvió. Las terminaron condenando –a tres de estas vibrantes, coloridas chicas–
a dos años de prisión, todo por una travesura más bien ridícula, como ya lo dije
en una columna. Se ve que coserse la boca en contra de la
cultura de la represión es un gesto bello, pero estéril. No pasarán, decía el
eslogan, salvo que sí pasaron. No importa: Pussy Riot constituye el soundtrack
oficial de este artículo; y a Jorge de León le guardamos bronco respeto por
zurcirse el hocico.
La mitad del cosimiento lo hizo el mismo Jorge; la otra mitad se la
hizo alguien más. Probó hablar: claro no pudo. Se acostó en el piso, se encerró
en sí mismo, viendo el techo, mientras la gente miraba, susurrante.
Como uno es
morboso, uno le pregunta a Jorge si le dolió esta operación artística. “Mi resistencia
al dolor es bastante amplia”, dice. Claro, uno escucha algo como eso y piensa
en la escena de Chuck
Norris y la rata en Missing in action 2.
Pero algo habrá que creerle a Jorge de León, sobre todo cuando uno escruta esa
gigantesca cicatriz mutante que tiene en la panza.
Las fotos del
performance El círculo las tomó Regina
Galindo, artista de la misma generación de Jorge de León, la generación de
Octubre Azul, como la llama en entrevista
Rosina Cazali.
Luego de El círculo, Jorge
de León ha hecho otros performances.
En Performance y objeto (2001) de León
se tatúa el logo de Nike en el pie, en los pies, una obra que da como
admiración por su sencillez y fuerza. Fue un performance hecho en México; la
primera vez por cierto que Jorge salía de Guatemala.
En In/Out (2005) de León cubre una paca
con pura carne, analizando la naturaleza de las transacciones que se dan entre
el país y Estados Unidos.
En Recuerdo (2008) de León se cubre él
mismo de micropore, para luego ir sacándoselo todo, psicomágicamente.
En Loop (2010) de León pone a un
caballo a arar en la arena, en un bello, inútil pleonasmo.
Además de sus performances, hay que ponerle especial atención a
sus espléndidos dibujos (serie Homo Logo),
con todos esos personajes vacíos, sin jerarquía, reduplicados, amurallados, amurallantes,
plasmados en ausencia.
Jorge traza a los
masa, a los aplastados, a los prescindibles, a los picadillo de carne, a los
sin significación, los rostroborrados, los carnedecañón.
Los prisioneros
de las colonias de la nada.
Los engendros de
las ciudades del control.
Los zombis al
servicio del Dios Block.
El block es elemento que aparece con frecuencia en el lenguaje simbólico
de Jorge de León. Nada más ordinario, pero
a la vez más metafórico, que un block.
En Radiografías en cajas de luz Jorge de León rinde fotos de su propia
huesetura, en placas fotográficas, pero además por medio de un procedimiento
especial (nitrato de bario) consigue que los rayos x capturen los diseños de sus
tatuajes.
Lo último que conseguí ver de Jorge de León fue un video–obra
llamada Combustión, presentada en la reciente
edición de la Bienal Paiz, en donde una brasa azuloide le enguanta las manos,
ilumina el torso súbito, alumbra las marcas indelebles, puestas allí por un
jaguar callejero.
El arte y la marginalidad
siempre ha encontrado nexos imprevistos, y modos parasitarios de convivencia.
Por un lado, el arte supo descubrir en todo aquello
separado, desahuciado y deletéreo, una fuente insospechada de frescura, que
luego procede a cubrir de enzimas, deglutir, procesar, descafeinar, pacificar,
hasta convertir en algo safe, y a veces, más cruelmente, en albur, en broma de
cóctel, y seguramente en la comidilla de las comunidades cibersociales, que
terminan el proceso de comodificación.
Se puede decir que la marginalidad posee un rol adecuado
en la estructura toda en el arte, y siempre sabe admirar el hecho de que el
artista marginal tenga un poquito de cirrosis, o haya decidido a jugar
Guillermo Tell con la esposa, lo cual siempre queda camp.
De otra parte, la marginalidad –autoinfligida o heredada–
ha encontrado en el arte una forma lazarilla de generar sentido y
resignificación, dinero y reconocimiento. Y de seguir al margen, aún en el
sistema.
Para que esta relación parasitaria funcione, el arte
mitologiza la marginalidad, y la marginalidad mitologiza el arte.
Es muy difícil deshacer el nudo arte/marginalidad, y
pocos lo han logrado, y quizá solo alguno, llamado Rimbaud.
Hay muchas formas de arte (poesía, rock, performance,
contracultura) para muchas formas de marginalidad (droga, ilegalidad,
enfermedad física o mental, pobreza, persecución política o moral, ostracismo,
suicidio, olvido, cuatrerismo, sociopatía, y en general todos los nihilismos
pre y posrománticos y producciones de decadencia que se han venido asentando
desde Villon hasta nuestros días).
En Guatemala hemos tenido una saludable cuota de artistas
marginales, así en la poesía, en la música, en el performance, que a veces nos
ha dado algunos saludables escándalos en las galerías.
Jorge participa actualmente en dos o tres exhibiciones anuales.
Maurice: ¿qué
pasaría si le quitáramos el arte a Jorge de León?
Jorge: Me
deprimiría demasiado. Es lo que me mantiene activo, pensando, solucionando.
Además de artista, Jorge también empezó luego a dar clases de arte,
en la Fundación Paiz.
Para pasar luego
a la Escuela Municipal de Pintura, y hasta la fecha.
Jorge se plantea a
sí mismo como un guía en los procesos del arte. No cree mucho en eso de
plantarse enfrente de una clase y decir yo soy el que sé, yo soy el que tengo
las herramientas, yo soy el Maestro.
A Jorge le llena
de alegría cuando algún viejo alumno se comunica con él.
La docencia ocupa
un lugar importante en su vida y es mucho su modus vivendi, aunque aún continúa haciendo sus negocitos en la
calle.
Además Jorge ha estado trabajando en un proyecto por demás
interesante, con aquellos sus amigos de la foto.
Es un proyecto
viejo, que no ha terminado de concretarse, por falta de medios.
Hasta donde he
entendido la idea consiste en aprovechar materiales usados y de deshecho
encontrados en la calle, como llantas, y transformarlos en objetos de diseño,
como sillas.
También es parte
de la idea que estos objetos sean elaborados en un taller de diseño industrial,
compuesto por personas de la calle, marginales y pandilleros. Cada cual trabaja
de acuerdo a sus habilidades. Se le paga por hacerlo. Y es así cómo se le va
incardinando a la sociedad, sin represión ni moralismos.
A Jorge le
gustaría cristalizar esta iniciativa a un nivel ya inclusive centroamericano.
Hasta ahora Jorge
solo ha hecho una especie de prueba a escala del proyecto (poniendo el taller
en su propia casa).
La calamidad de
Jorge sigue siendo el de la gestión: cosa que no sabe hacer, y que más bien
detesta. Esto es: elaborar una plataforma formal para el proyecto, pitchear,
conseguir los fondos adecuados, la financiación.
Y de esa cuenta
el taller se le ha atrancado.
Jorge me va
enseñando las fotos de los productos ya hechos, que no dejan de ser
interesantes.
No hay limpieza
social que pueda competir con esta sencilla y poderosa idea de Jorge.
Ha dicho Jorge
Larrosa, poeta de la Zurda, en entrevista
a Página 12: “Esta mal el concepto de “muerto el perro se acabó la rabia”
porque siempre van a quedar 10,000 perros y una perra preñada”.
Jorge de León más bien recuerda aquella época artística, aquellos
finales años de los noventa y principios de los dos mil, con evidente
nostalgia. Y no lo culpo: fue un buen momento, una ola fuerte y dulce y
genuina, inocentísima, en donde confluía todo, música, poesía, performance,
todo.
Yo sé. Estuve
allí.
Lo que pasa es la
cosa luego cambió: “Fuimos asumidos por las instituciones, empacados,
clasificados, engavetados”, explica Jorge.
Algunos se
cayeron entre las grietas de la ciudad.
Le pregunto a
Jorge si le va bien ahora, como artista. “Son etapas”, contesta. Queriendo
decir que a veces la cosa funciona pero también hay un arar en la arena, como
el caballo de su performance.
La verdad es que
Jorge no ha conseguido encontrar del todo su nicho exacto en la máquina del
arte, como ya lo hicieran por ejemplo una Regina Galindo o un Darío Escobar.
“Es un problema
eso de no entender cómo funciona el mecanismo de la burocracia artística”, me
comenta.
Cuando nos dirigíamos hacia su casa, Jorge me hablaba de lo
difícil que es vivir, mientras una manifestación pasaba a nuestro lado, al
sonido de una vuvuzela reberverante, ya a estas alturas todo un instrumento de
expresión política, y las personas algo pedían y necesitaban. La imagen confirmaba
cinematográficamente eso mismo que Jorge me estaba diciendo, que la vida es una
monumental, una indeclinable Metida de Huevo, el continuo pujar de diez mil acezantes
cuerpos, es ir perdiendo los dedos en las vengativas máquinas del sistema, es un
verduguillo medio frío y medio caliente, ya incipiente, ya intuido en nuestras
tripas.
Perforante la vida sigue perforando.
El lazarillo continúa su andar por la ciudad.
Jorge no cree en el Estado, no cree en la Sociedad Civil, no cree
en las Oenegés, y dudo que le inspire hacer jogging por las mañanas.
Me doy cuenta que la historia lineal, arquetípica, redentora, que
yo estaba buscando, en realidad no existe. Será porque esa clase de historias
solo existen en E!
Y menos mal. Qué bueno que Jorge no ha terminado como Alex, de La Naranja Mecánica, cebado por el
sistema, rodeado de flores, fotografiado heroicamente, curado.
Cuando Jorge llegó al mundo del arte, pensó que la gente allí era
educada y con buenas intenciones, diferente a la gente de la calle. “Pero son
la misma mierda”, expresa.
Termino la entrevista. Tomás, el perro artrítico, aún duerme, pero
de vez en cuando se rasca, tectónicamente.
Algunas días más tarde, fui a la presentación de la octava edición
de la revista RARA,
que se presentó en el LUX, muy cerca por cierto de donde estábamos charlando
con el poeta de los haikus.
Masiva genealogía
de gente bebiendo mojitos. Mara buena onda y mara mala onda. Varios
desconocidos me provocan, así de la nada, porque me confunden con un hipster,
los mulas, o porque les parezco demasiado gringo o porque no les cae bien
Maurice Echeverría o sencillamente porque están a verga.
A lo lejos
percibo a Jorge, pero hay mucha gente entre nosotros, y decido que voy a ir
saludarle luego (aunque luego ya no lo encuentro). En ese momento me pregunto
cuántos en esta fiesta tendrán unas cicatrices tan bellas como las suyas.
Qué señoras
cicatrices.
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