Me encuentro en el Teatro Abril, yo y todo ese montón de gente. Hemos venido a ver al demiurgo del chiste, a Velorio. Hay expectación, pues se trata de la última temporada que este comediante realiza luego de una carrera larga que habrá empezado en tiempos de la escritura cuneiforme más o menos. Velorio es una criatura muy antigua.
Y aún no toma el escenario; ni puede, porque la luz se ha ido de golpe, luego de una explosión. En otros tiempos, nos hubiéramos asustado un poco. Pero eso en otros tiempos. Es cierto que hay algún nerviosismo, pero es un nerviosismo de risa: la chispeante malignidad guatemalteca empieza a brotar en la oscuridad.
La vida de Velorio y de sus fortunas y adversidades
En lo que empieza el show, podemos hablar un poco de quien lo llevará a cabo.
Velorio nace en la capital, en el Barrio de la Candelaria, para ser exactos. Como nombre, le ponen Rafael Hernández.
De brazos lo llevan a Zacapa, en donde vive hasta los siete años. Vida de campo, en un barrio llamado Las Flores. El ichoco se la pasa jugando en un río cercano. “Allí me estaba todo el día como un animalito”, comenta el comediante.
“Crecí con los tepocates, con los pececitos, con las iguanas, con las lagartijas. En aquel tiempo los niños nos manteníamos desnudos, no había vestuario. Y así andábamos en el pueblo. Era como una tribu. Estoy hablando de setenta años atrás”, nos va contando. “La única distracción que teníamos los niños era ir corriendo a la estación a ver pasar el tren. Decíamos adiós a los pasajeros. Qué sano era aquello. No había malicia como ahora, ni maras, ni nada de eso.”
(Años más tarde, Velorio habría de rendir homenaje a esas tierras orientales por medio de su archifamoso personaje don Chema Orellana, quien de hecho –nacido en Estanzuela– existió. Por supuesto, el Chema Orellana de Velorio ya ha sido alquimizado por su genio demónico, y es más un invento suyo que otra cosa. Pero aún así sus raíces tienen alguna realidad: “Así como tío Chema hay muchos viejos. Cualquier viejo que tiene ochenta años en Oriente, es tío Chema, siempre y cuando tenga la gracia.”)
A los siete años, traen a Velorio a la capital, barrio Gerona. Las putas en la diecisiete calle. “Toda la inocencia que yo traía se convirtió en picardía, en malas palabras. Yo vivía enfrente de donde las mujeres atendían al hombrerío. Yo era amigo de los hijos de las prostitutas. Y jugábamos pelota, cincos, barrilete, capirucho, nos insultábamos”, dice él.
Velorio no la tuvo nada fácil de patojo. “Yo comencé a trabajar de muy niño vendiendo periódicos, lustrando zapatos. Yo crecí en los parques del Centro Histórico, en el parque del Abril, en el parque Concordia, que ahora se llama Gómez Carrillo, en el Parque Central, allí andaba yo ganándome la vida con mi cajita de lustre, y en la tarde vendía periódicos, y en la noche vendía chicles”, grafica Velorio. Pero agrega, dignamente: “Yo era un niño trabajador, no un niño de la calle”.
En ese tiempo costaba cinco centavos el lustre. Velorio hacía unos veinte lustres diarios. O sea un quetzal –de aquel tiempo. Y en la tarde iba a comprar una cajita de chicles que le costaba treinta y cinco centavos. Vendía los chicles a cinco, ganándole sesenta centavos a la cajita. Y compraba periódicos –El Imparcial– a dos centavos el ejemplar: lo daba a cinco len, le ganaba tres centavos. Dinero.
La mamá era muy pobre, y a todos los hermanos de Velorio les tocó trabajar. El papá, un alcohólico: “Se enfermó del guaro que vendían en aquel tiempo, que era tan desgraciado. Murió de cirrosis.”
Velorio lo absuelve: “Trató de ser un buen padre, nos dejó buenos ejemplos, fue un hombre muy honorable, un gran oficinista. Me imagino que él debe de haber sufrido mucho al ver nuestra situación, hubiera querido que fuéramos estudiantes.”
Pero a Velorio no le gustaba la escuela: “Yo venía hablando como zacapaneco, y todos mis compañeros se mofaban de mí. Todo eso me molestaba y casi no iba a la escuela: prefería trabajar.”
Teoría del Lazarillo
Siempre he tenido más amor por el personaje del Lazarillo que por el personaje del Quijote. Aunque ciertamente hay algo de quijotesco en el Lazarillo. El Lazarillo es un arquetipo, pero emana en la realidad por medio de ciertos sujetos concretos. De hecho, el Lazarillo es por definición algo individual: un solitario. Entonces, por alguna razón, siempre está fuera de contexto, sin definición social exacta. Aprende como puede. Ha recibido enseñanzas de otras personas, pero para lo fundamental siempre fue él mismo su propio maestro, su propio mentor. Es producto de azar y la fortuna. Viene de abajo y siempre tiene sed y siempre lleva hambre: un apetito que lo lleva a recorrer enormes distancias, lo convierte en una especie de fugitivo. El psicodrama del Lazarillo es que está siempre en fuga: pero en fuga a ninguna parte. En el camino, un montón de gente le mete el huevo. Pero sus aventuras son innegablemente entretenidas.
A mí entender, Velorio es el auténtico Lazarillo guatemalteco, con su caja de lustre, y sus diez mil trabajos: ayudante de zapatero, de carpintero, de albañil…
Naturalmente, el Lazarillo de estos tiempos es el Mojado. Velorio, quien vivió veinticinco años en los Estados Unidos, cumple con su esencia, buscando Hartazón en tierras foráneas. Forma parte de ese vasto conjunto de personas que “con fuerza y maña remando salieron a buen puerto”.
Certifica Velorio: “Yo amo a los Estados Unidos con toda mi alma. Porque allá me desarrollé, me realicé como artista. No hay cómico en toda la América que haya hecho lo que Velorio hizo en los Estados Unidos. Mi nombre sonó en la televisión, en la prensa, en la radio, volantes, afiches, y todos los guatemaltecos se sentían orgullosos de mí. La gente no mira a Rafael Hernández como persona: ven a Velorio como guatemalteco. Yo soy propiedad de ellos.”
En casa de Velorio
Tuve la oportunidad de ir a la casa de Velorio, para entrevistarlo. Me dio refacción y regaló discos y entradas y fotos.
Advertí las fotos familiares en la sala. Así que quise hablarle de sus hijos. “Yo no tuve hijos”, me corrigió. “Yo me casé con esta señora que está allí”, señalándome una de las fotos, “y me adoptó toda su familia”. Le pregunto si ya se había casado antes. Me contesta que no: “Es que yo me sacrifiqué por el arte”.
Le lanzo la pregunta:
–Y cuando sea el velorio de Velorio, ¿quién va a contar los chistes?
–Yo quisiera que fuera un Velorio alegre. En la Biblia dice que Dios no quiere gente triste.
Aquí ha de familiarizarse el lector con el hecho de que Velorio, contrariamente a la imagen revulgar que proyecta su personaje, es en realidad un católico carismático muy devoto. De allí que no le tenga miedo a la muerte:
–He dicho por lo menos un millón de veces el Padre Nuestro. ¿Por qué le voy a temer a la muerte?
Velorio dice que cuando está actuando, él siente la presencia de Dios con él.
–Antes de cada actuación, le digo: “Vamos a salir juntos, porque tú me metiste a este problema, y ahora me tienes que sacar.”
Le pregunto si cuando reza a Dios usa malas palabras:
–Nunca, Dios guarde.
Pero no es que Velorio haya sido tan inmaculado como los trajes que usa en sus shows. De hecho, Velorio fue un ser, por decirlo así, de la noche: trabajó mucho tiempo en clubs nocturnos, y uno puede imaginar aquellas noches de stand up: la piel de las strippers, el humo procaz entre los vasos, las risas ducales de un público borracho…
Su experiencia más trágica, dice, es cuando finalmente pudo poner un club nocturno propio. Pero ocurre que dio el golpe de estado Ríos Montt “y se cagó en Guatemala”, porque puso ley seca. “¿Quién iba a llegar a un club si sabía que le iban a levantar los vasos temprano? Quebramos todos los que estábamos en eso”. Fue cuando agarró para los Estados Unidos. “Ya no había nada más que hacer en Guatemala”, dictamina.
Le pregunto si alguna vez fumó mota:
–Ah, sí, claro. En ese tiempo no había otras drogas. Yo lo hacía después de salir de mi trabajo, porque sí lo hacía antes, ya no podía trabajar: una vez lo intenté, y no pude hablar, entonces dije nunca más.
Sobre todo, Velorio fue un servidor de la Risa, en el sentido más dionisiáco de la palabra: “La gente que no ríe no merece vivir. Que se vaya de este mundo mejor.” En cierta ocasión, estaba en un restaurante, cuando entraron unos hombres a asaltar a los comensales, él incluido, y cuenta que a él le dio por reírse, no paraba de reírse…
No hay nada más lamentable para Rafael Hernández que los velorios de estos tiempos. “Antes en los velorios había comunicación: de allí salían parejas de novios, se chupaba, se jugaba dados. Era una fiesta. Ahora a las diez de la noche, se retiran las personas. Una mierda. Yo viví los velorios lindos de Gerona. La gente iba con su banquito: ¡no habían sillas! Llevaban café, pan, lo que se podía...”
El show de Velorio
En el billar el señor coime le dijo a la señorita tiza: echemos un polvito… El show de Velorio de esta última temporada –que termina en marzo– viene con nuevo cuatros saludos: el saludo al billar, el saludo a los gasolineros, el saludo a los restaurantes de Guatemala, y el saludo a los grupos musicales. Y un repertorio con todo: cojos, enanos, huecos, licenciados, negros, lo que usted quiera.
Es un show que ha venido madurando desde hace mucho, quizá desde que Velorio era un niño, y observaba. Dice Monsiváis, en un texto sobre Cantinflas: “lo observado en la calle con indiferencia, si se anuncia de modo conveniente, provoca azoro en la carpa”. Velorio también aprendió de la Huelga de Dolores, en donde lo caricaturizaban todo, oyendo a los reyes feos, y aquellos boletines que sacaban los estudiantes… También estudió las películas de Resorte, de Clavillazo, del mismo Cantinflas.
Su carrera de artista empezó a los quince años. Debutó en La Audiencia de los Confines de Miguel Ángel Asturias en el Conservatorio Nacional, como actor. Es que tenía un hermano que era actor teatral, y cuando Velorio fue a ver un ensayo de la obra, lo agarraron en el acto, pues era lo que estaban esperando: un negrito, el negrito que hacía de esclavo de Fray Bartolomé de las Casas.
Entonces ya le gustó eso del teatro. Lo empezaron a llamar de una obra, de otra, y de otra. Cofundó una compañía de teatro para niños, y a partir de allí trabajó en unas veintisiete obras infantiles. “El teatro me sirvió para poder desenvolverme como cómico, porque yo aprendía la tecnología del teatro, cómo moverse en el escenario, cómo hablar...”, advierte Velorio.
Velorio almacenó experiencia trabajando con los más curtidos: Hugo Carrillo, Rubén Morales Monroy, Manuel José Arce... “Yo me sentaba en las cafeterías a escuchar las pláticas de ellos”, explica.
En el año 1973 adoptó el nombre de Velorio, cuando grabó su primer disco. “Yo quería grabar un disco nada más; nunca pensé que iba a continuar con eso”. En total, diez y ocho discos hasta la fecha, muchos financiados por el propio Velorio. Por supuesto, la piratería le desbarató la inversión. “No me interesa recuperar ese dinero. Yo le doné todo eso a Guatemala”, añade.
Y Guatemala lo puso en el Museo de Historia.
La despedida de un maestro
El teatro Abril comenzó como teatro, después se convirtió en cine, después lo hicieron teatro otra vez. Allí en el teatro Abril es donde Velorio realiza su última temporada.
Velorio se retira por salud. En sus palabras: “Tengo setenta años. Ya comenzó mi cuerpo a fallar, pues. Tengo mi organismo muy dañado: mis tripas, mi presión alta, padezco mucho de colón, un estreñimiento terrible”.
Al parecer, continuará en el humorismo, pero ya no con las temporadas. “Hice temporada en el teatro Reforma, en el teatro Las Américas, en el Conservatorio Nacional, en 100 metros, en los clubs nocturnos, eso ya no lo aguanto. Yo hice diez y seis giras en los Estados Unidos de punta a punta. Volaba cincuenta horas en diez y seis días en avión. Ningún cómico ni gringo ni mexicano ha hecho lo que Velorio ha hecho. Yo tengo el récord de todos”, formula, con orgullo, Velorio.
“Éste es un de los momentos más duros para mí porque me estoy despidiendo del público. El sábado cuando se paró el público para aplaudirme, ya se me salían las lágrimas”, intima.
Unos días después de entrevistarlo, me voy a ver a Velorio (nunca lo había hecho; cuando niño, eso sí, nos juntábamos los de la clase en torno a una grabadora a escuchar sus chistes, en cualquier cumpleaños).
El parqueo del Teatro Abril está bien zocado. A los espectadores los recibe en el vestíbulo una reproducción de la Venus de Milo, un cuadro de Gallardo, y esas galanotas escaleras. Es un teatro que procura mantener su dignidad, a pesar del fuego que quiso devorarlo en su momento.
Es César Hernández –quién más sino él– el encargado de presentar el show, cuyos teloneros son “Los reyes de la salsa” y “Boris Oliva el Canciller”. Es en la mitad de la interpretación del Canciller justamente cuando suena el bombazo, y se va la luz: entonces se pone a cantar a capella, en la oscuridad, Granada, de Agustín Lara. No se ha dejado derrotar por la falta de electricidad. Después de todo, es el Canciller. Los celulares fosforecen.
Al parecer ha sido una paloma la que se ha estrellado contra el transformador del teatro. Una paloma serota, dice, cuando sale a escenario, finalmente, Velorio. La audiencia, enfebrecida, lo recibe, recibe al más grande stand up comedian que ha dado Guatemala. Inmigrantes, licenciados, viejitos, negros, enanos, cojos, maricas, de todo: todas las periferias: todos los pudores sociales: de todo se burla. “Los indios cuando vienen de los Estados Unidos vienen creídos los serotes”, y el público desaloja una carcajada casi subnormal. Es lindo oír reír así a los guatemaltecos. Es la desinhibida risa frik chapina, que deshace las rigideces. La estrategia de Velorio es aturdir. Y vaciar. A puro chiste, Velorio va drenando a su público, que queda rendido, como después de un polvo salvaje.
Velorio, el último ladino
Constata Velorio: “Si yo no hubiera nacido en una cuna humilde, no existiría Velorio. Velorio es una esponja de la vida de Guatemala, de cómo es el guatemalteco: vulgarote, malcriadote, abusivo.”
Pero más que representar al guatemalteco sin límites, Velorio representa al ladino concreto, con su picardía vertiginosa, y su desdén por las identidades resueltas. El ladino, al ser el sujeto en donde se van aglutinando las categorías sociales, es justamente el mejor posicionado para despreciarlas y burlarse de ellas. Cuando el ladino deja de ser un hipócrita al servicio de sus contradicciones, y suspende su pantomima moral o patriotera, entonces una vena de burla inefable brota de él, un ángel mala onda. Y Velorio, cuando está subido en escenario, es ese ladino sin trabas, alburero, finalmente emancipado, que pulveriza todos los tics sacramentales de la sociedad guatemalteca.
La despedida de Velorio es como el fin de la ladinidad entendida como ardor social y guerra a las esencias. Al ladino como lo conocemos lo instruye lo políticamente correcto, y se ha vuelto una esencia él mismo, una posición de poder. Se puede decir que el ladino después de Velorio ha perdido al lazarillo que llevaba dentro.
He salido del teatro contento y de luto.
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