Guardo cariño por esta vieja entrevista, porque Gala fue tan amable conmigo, muy paternal (yo era un novato y un patojo, entonces). Y porque se entregó completamente a nuestra charla, y porque él habla con esa pasión retórica –casi en apotegmas– y todo lo que dice luce bien, y por el bastón, y porque es un personaje algo caricaturesco. De Gala leí sus poemas de amor –rimados, recuerdo– con mucho gusto. Al releer la entrevista, decidí retocar algunas preguntas; son las mismas, pero cambié alguna palabra aquí o allá.
Antonio Gala es ya ese escritor de los best-sellers literarios, que venden mucho en ferias; de la poesía amorosa y seminal; del teatro que le ha consagrado; de los programas de televisión; de las columnas cortas y vivas. Recibe 120 cartas al día de lectores. Habla como si estuviese escribiendo lo que dice, puntuando. Es un tipo nacido para la entrevista. La semana pasada estuvo de paso en el país.
Su último libro, Las afueras de Dios ha tenido mucha acogida entre el público ¿no?
–Sí, y era una novela muy difícil. Yo quería que tuviera éxito. Normalmente mis libros todos y mis comedias tienen éxito. Por ejemplo, mi libro Poemas de amor ha pasado ya el millón de ventas. Y no es tan raro, pues la sociedad actual es gélida y desalmada. Y vivimos en ciudades que se vuelven hostiles, y entonces no es raro que la gente joven –y no tan joven– quiera refugiarse en su intimidad.
Las afueras de Dios es un libro que nos acerca al tema de la vejez...
–Es que los tabúes han terminado. El tabú del sexo ha terminado. Cualquier niño de doce años sabe lo que es un preservativo. Pero el tabú del sexo ha sido sustituido por el tabú de la vejez y el tabú de la muerte. Todo el mundo quiere vivir mucho, pero nadie quiere ser viejo. Nadie quiere hablar de las únicas dos certezas que tenemos: que envejecemos y nos morimos, que el ser humano es un ser transitorio, y que la vida acaba siempre mal pues acaba en la muerte. Creo que la ciencia y la medicina han agregado muchos años a la vida, pero no han agregado vida a esos años. A veces se expulsa de una casa a un viejecito que la hizo con sus propias manos. Las grandes culturas han sido siempre gerontófilas.
Justo estoy leyendo el libro, y me interesó esa crisis con la que empieza...
–Pues léelo con paciencia, el libro, hazlo tuyo, absolutamente tuyo, porque el último colaborador que tiene un escritor es siempre el lector. El libro depende de quien lo lea. Por eso, ese libro va dedicado precisamente a quienes lo lean, porque ya es suyo.
El libro ya no es cosa del autor...
–Ya no. El lector puede hacer con el libro lo que quiera, y entenderlo como le venga en gana, si es que le viene en gana.
¿No le causa algún tipo de malestar a usted que el lector tenga tanta autonomía?
–No, porque yo ya salí del libro. Yo reconozco que soy un escritor muy sincero, que me paso el folio por la cara, y sale lo que hay en la cara: sangre, sudor, lágrimas, lo que sea. Entonces se produce una inmediatividad grande con el lector, y eso es probablemente el secreto de mi éxito. El lector se lo incorpora, el libro, de alguna manera lo comulga, y ya es de él. Y no sólo el libro, sino su interpretación, y su final, y su manera de ponérselo sobre la propia herida, para que la sane.
Mi interesa una parte de su labor literaria, que es la poesía. ¿Qué diferencia fundamental encuentra en el ejercicio poético que no encuentra en la narrativa?
–Hay una cuestión común: el ritmo. El ritmo tiene que estar presente. Yo te digo que tengo que escribir a mano. La primera gran corrección es dictarle al secretario en voz alta: para ver el ritmo, para eliminar las asonancias... Hay que darle aire a eso, hay que embellecerlo, hay que hacerlo fácil y hermoso, aunque el lector no percibe la hermosura: convive con ella. Corrijo en voz alta, y el ritmo tiene que ser igual a la prosa que al verso. Pero el verso no es –como decía Aleixandre– comunicación. Para comunicar hay que saber. La poesía no es una vía de comunicación: primero es una vía de conocimiento, es una investigación de las causas más verdaderas, más profundas.
¿Y la narrativa no investiga esas mismas causas?
–También, pero de otra manera. La condensación de la poesía es más grande. Los más grandes poetas son los que tienen un concepto personal del universo. Entonces decirlo, eso sí, lo más hermosamente posible: con ritmo, con rima. La poesía se distingue de la narrativa en que sobreviene: a la poesía no se le busca. Luego puedes corregir en tu casa, en la frialdad de tu laboratorio. Pero el poema te ha sido dado. No se puede estar orgulloso de ser poeta: se puede ser orgulloso de ser un vehículo.
Usted cree en la inspiración, entonces.
–Cuando estoy escribiendo con mi mano, de repente veo que la mano corre más que el pensamiento. Estoy escribiendo al dictado. Si no existiese la inspiración habría mucha poca gente escritora.
En el prólogo de sus Poemas de amor –si no mal recuerdo– usted explica que no los había publicado por una cuestión de intimidad. ¿Es difícil ese desembolso al público de la página, de la emoción?
–Hay una forma de escribir, que es como se llama en castellano ‘por boca de ganzo’. Yo he hablado de mí muchas veces a través de los personajes del teatro, por los personajes de la novela: pero son ellos los que hablan. Y yo allí puedo negar que haya algo de biográfico de mí. Pero en el poema no. La poesía es pura biografía, y pura biología. Es un ‘strip-tease’ dolorosísimo, el del poema. Yo además en ‘Poemas de amor’ hice el ‘strip-tease’ del ‘strip-tease’: hablé del amor, que es lo más personal. Y se hizo no sólo porque las editoriales insistieron, sino porque los jóvenes empezaron a pedirme esos poemas.
Menos mal, es un libro hermoso. A mí esos poemas me han remitido –no sé si arbitrariamente– a ese gran poeta amoroso que es Pedro Salinas.
–Claro. Hay una gran admiración de la generación del 27. Me impresionó La voz a ti debida, con ese verso además de Garcilaso, que es uno de los grandes adorados por mí. Me impresionó mucho esa forma tan gloriosa y tan pausada de contar el amor, más que Guillén, más que Cernuda.
Dice un verso suyo: ‘No somos dueños del amor: amamos/ lo que podemos, pues la muerte y/ el amor no se escogen’. ¿No es ésta una versión más bien aciaga del amor?
–Yo creo que quien busca el amor no lo encuentra nunca. El amor se nos impone. Y hay que darse cuenta que el amor es un proceso que empieza a deteriorarse en el mismo momento de nacer, como nosotros empezamos a morir en el mismo momento de nacer. Nosotros decimos: ‘qué fatalidad, cómo se acabó de repente’. No se acabó de repente: había una mala palabra en un momento, una falta a una cita, una desatención, un mirar para otro lado, un ensimismarse, y al final ese alud de nieve nos invade y nos tira. El desamor es un proceso. Pero hasta con el desamor se gana, se miran las cosas más claras que con el amor, bajando la cuesta.
¿No es un poco, digamos, patológico pensar en estos términos?
–Pero eso lo piensas tú un poco de antemano. Yo soy la persona que más ha escrito del amor. Eso sí, a lo mejor no he sido buen amante, eh, pues el amor no se dice: se hace. Estamos razonando sobre el amor, pero el amor no se razona. Y la pasión menos. A la pasión estamos todos invitados, pero nos quedamos en los umbrales, y tenemos razón en tenerle miedo.
Hay que tenerle respeto a la pasión.
–Pero ella no nos deja tenerle respeto, no nos deja tenerle más que pasión. La pasión entra y tira los muros de la casa. Y entra consumiéndolo todo, anegándolo todo.
La pasión es irrespetuosa.
–Irrespetuosa. Nosotros somos también irrespetuosos con nosotros mismos, puesto que en la pasión sustituimos nuestro propio corazón por un objeto exterior, engrandecemos a la otra parte, y nosotros nos minimizamos. Y en ese ser mínimo que queda de nosotros queremos que quepa el otro, al que hemos engrandecido, y se produce una contradicción tremenda.
Me interesa que me hable de su labor periodística, y de su columna diaria La Tronera.
–A mí me llaman el solitario solidario en España. Entonces es el producto de una actitud cívica que yo no podía dejar de tener. Se confía demasiado en mí, y tengo demasiada credibilidad a los ojos de los españoles como para no decir mi opinión sobre determinada cosa cada día. Las colaboraciones mías en televisión han sido para contarles a los españoles su propia historia... Es lo que hago en La Tronera: decir mi opinión. La dificultad de La Tronera está en la elección, pues temas hay diez o doce cada día. Tienes que elegir la noticia más pungente. A mí me gusta el periodismo. Bueno, yo he hecho de todo. Yo no soy un escritor de vocación. Yo hubiera elegido ser ebanista. Pero no sé hacer nada con las manos. A los cuatro años supe que era escritor.
¿Usted es escritor a pesar de sí?
–No te creas que soy feliz. No se hace uno escritor para estar alegre o ser orgulloso de serlo. Se nos trae para que contemos lo que estemos viendo. Ser escritor paga un impuesto. Es una función social.
¿Y no hay propina?
–Pero por supuesto. Yo creo que habiendo gente que está trabajando en lo que no quiere ni le gusta, yo tendría que escribir de rodillas.
Su interés le ha llevado a la poesía, al teatro, al ensayo, al periodismo, a la novela. Esa desbandada de géneros no deja de ser esquizofrénica.
–La vida nos suele tratar con cierta delicadeza, con un cierto mimo, siempre que estemos de acuerdo en transmitirla, en enriquecerla. Entonces la vida pensó: ‘este pobre chico no va a ser nada más que escribir; bueno, entonces que se encuentre cómodo en todo lo que escribe, en todos los géneros literarios’.
¿Cuál es su relación con los premios, con los galardones?
–El otro día me dieron un trofeo y lo llevé a casa. Y el mozo me dijo: ‘Señor, con éste hay 535’. Y me lo dijo con un tono que yo supe que quería decirme: ‘no voy a limpiar ninguno más’. (Ríe). El Premio Calderón de la Barca se me dio porque unos amigos míos falsificaron mi firma y lo presentaron. Sólo me he presentado al Premio Planeta. Y me daba como pavor, porque ya era mayor. El Manuscrito Carmesí era mi primera novela. Yo era una persona muy consagrada en el teatro. Y en el país mío, si uno es el mejor zapatero de todos, y se le ocurre hacer una botella un fin de semana, y la botella le sale un poquito torcida, ya no es ni buen zapatero.
Y en general ¿usted cree en la gloria literaria, o piensa que es una tomada de pelo?
–Para mí ha sido una pesadez muy grande. Yo no puedo ir por una calle sin que me asalten. No puedo ver una puesta del sol. Por eso vivo más en el campo, en Andalucía, que en Madrid. La soledad y el silencio son mis dos verdaderos colaboradores. La gloria literaria... ya sabes lo que contestó Verlaine: La gloire, la gloire, merde. ¿Qué es la gloria literaria?
Ya con cierto itinerario de escritor y, bueno, de lector, ¿podía decirme cuáles son esos influjos definitivos, cuáles son esos autores o libros que le han cambiado la vida y sobre todo la escritura?
–No lo sé, no me han cambiado. Es que cada quien es un mundo, cada uno tiene su concepción de las cosas. No puede matizarse ni ensombrecerse ni aclararse con la concepción de las cosas de otro. La reflexión es más imprescindible que la lectura para un escritor. El escritor puede leer lo que otro ha escrito si lo hace suyo del todo a través de sus propios jugos digestivos. Pero simplemente incorporarlo no. El escritor está solo y debe estar solo. Por supuesto que hay autores que tú veneras pero quizá no como escritor, sino como lector. Rilke. ¿Cómo no voy a admirar a Rilke? Es el gran señor de la poesía última. ¿Cómo no voy a amar a Garcilaso, si Garcilaso te dice de repente una frase que te mata? ¿Cómo no voy a admirar las canciones de Lope, o los sonetos de Quevedo, o San Juan? ¿Cómo no voy a admirar a los grandes narradores americanos, que parece que nacieron para narrar? ¿O a Flaubert? Pero, ¿han influido decisivamente en mí?
Recién falleció Rafael Alberti, que lo sentíamos tan paralelo a nosotros. Su muerte fue como una gran sorpresa: una sorpresa esperada. ¿Cómo le ha afectado esto?
–Te voy a contar una anécdota. Yo lo quise mucho. Éramos amigos. Lo quise como a un padre o un hermano mayor. Porque era el poeta de la calle. Era un poeta culto que de repente se arremangaba. En Andalucía los criados nos enseñan mucho, porque son como el puente levadizo que comunican la burbuja de la buena familia con el mundo. Sin los criados seríamos tontos todos. Rafael estaba ya desde hace seis años como mirando a la pared. Pero hace como cuatro tuvo una dificultad de respiración. Entonces yo llamé a María Asunción, su última mujer. ‘Sí, sí, te lo voy a pasar’, me dijo. ‘No, María Asunción, por Dios, no. Yo quería saber de tu boca si estaba bien’, le contesté. Finalmente me lo pasó. Y no me conoció. Y entonces yo, un poco en broma, le dije: ‘Rafael, ¿quieres decirle a tu viuda que se ponga?’. Y dijo: ¿Antonio? Ya ves: ante la maldad reaccionó.
¿Escribiría usted como Borges en una isla desierta?
–El campo es mi isla desierta. Pero no importa si estás en una isla desierta o en Manhattan. Da igual: te vas a sentar solo a escribir. Te vas a sentir solo.
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