He determinado que así como voy a
retratar a esos seres humanos de nuestro entorno urbano, también retrataré sus
seres animales, vegetales, y aún los inanimados. El personaje de la columna de
hoy es una estatua.
Ustedes saben que este año se cumplen
cincuenta del Nobel de Asturias. Con eso en mente, el otro día peregriné a esa escultura
suya, ya saben, la de Max Leiva, la que está cerca del Obelisco, al ladito del
Camino Real. La misma fuera puesta ahí en 1999, para el centenario del ya
dicho.
Caminé hasta ahí, cuestión de ofrecerle
mis respetos a nuestro santón literario, que para mí nunca ha sido una cosa de
matar a Miguel Asturias, como quiso no sé cuál generación de escritores locales,
sino aprender todo de él, aunque sin dejarse fagocitar por su estilo. Y
Asturias es alguien quien yo defiendo y respeto y es mi maestro.
Electivamente, hubiera preferido estar
en el cementerio Père Lachaise frente a su tumba–glifo, que visité en su
momento, pero como no estoy en Paris me planté –con tono solemne y chauvinista,
como corresponde– frente a la imagen ubicada en la jardinizada y arzuizada
Reforma.
Al decir que preferiría estar frente a
su tumba, no estoy despreciando esta estatua, porque a mí en lo personal me
gusta, me parece una de las mejores piezas de la avenida. Es una pena que la
tengan puesta sobre una horrible plasta de cemento, eso sí.
Una de las razones por las cuales me
gusta es porque nos da un Asturias que parece un X–Men. Una especie de héroe
mutante, aunque el traje claro lo traiciona. En cuyo caso se parece a alguien
que hubiera salido muy inspirado de un curso de emprendedurismo. O a un
corrupto que hubiera pactado algo con el MP.
Chichudo, pues.
Ahí lo tienen, al viejo, dejando atrás
folios, no se sabe muy bien por qué. Supongo que va dejando atrás un rimero de gloria
literaria, con aura bíblica, tal un Moíses de la palabra. En términos
escriturales, eso de ir dejando tirando los folios no es tan práctico que
digamos; lo práctico sería si los folios quedasen conjuntados.
En todo caso, la defoliación de los
folios ya no queda tan clara hoy, dado que los vandalizaron, o se los huevearon,
y los folios pues ya no están. Aún vejado, ahí va Asturias para adelante,
sacando pecho, y es como si el viento de la tarde del lago de Izabal le
estuviera pegando directo. El sol infinito se refleja en su noble calva. Es un
ángel. Un ángel huizache, timbón, metaloide, grisáceo, verdoso y sublime.
Dentro del cuerpo de este Asturias indestructible
y mineral hay un huevo surrealista que se quiebra, y surge una palabra. No es
que me fascine caer en platitudes, pero sucede que es una palabra hecha de
maíz.
(Columna
publicada el 15 de marzo de 2017 en Soy502.)
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