Nunca
me han gustado las motos (a lo mejor en esta u otra vida amarré en una moto, y
me quedó el miedito) pero tengo tremendo respeto por los motoristas, y muchos
amigos en el gremio.
Podemos
destacar dos tipos de motoristas: el burgués y el funcional. No quiero hablar
aquí de los motoristas de clase alta, recreacionales, de fin de semana, o como
quieran llamarles. Más bien pretendo enfocarme en el piloto funcional, el que
va en moto porque simplemente así ahorra tiempo, dinero y gasolina.
O
bueno, porque su trabajo es ya de motorista.
El típico piloto
funcional de moto chapín no es que tenga aspecto de Peter Fonda en Easy Rider. Y su moto (más bien menuda y
feíta) no guarda mayor similitud con Captain
America, la icónica motocicleta usada en aquel filme clásico. Aunque por estos días Peter Fonda va
en Mercedes descapotable, como testificó recientemente en el anuncio del
Superbowl. Dichoso él. No tiene que partirse el lomo como lazarillo en la
ciudad ciega, viscoseando sudor.
En el pecho
del motorista laborante hay una angustia permanente, porque ya no llega. Lo
malo con la prisa es que causa tragedias. No existe motorista que no patine y
amarre aunque sea una vez en vida. Y aún sin prisa, los avientan igual. El año
pasado brindé mi ayuda a uno de estos accidentados. Le hablaba y agarraba la
mano, esperando la ambulancia, mientras al cuate le brotaba un manantial de
sangre de la mollera partida.
En
ocasiones el motorista muere, como muere el gato.
Siempre
hay más de un ingrato que dice que los motoristas merecen estos infortunios. Se
nota cómo los motoristas son para unos como pólipos de la ciudad cancerada y
decrépita. Más si son aprendices.
¿Un poco de
tolerancia, señores? ¿Es que no pueden mover un poco el carro, para que el
motorista continúe, para que pueda cumplir con su destino? No todos los
motoristas son asaltantes, como quisieran algunos paranoicos.
Lamentablemente
algunos sí lo son, y van maleados con el boro, exigiendo celulares. Y tampoco
es de olvidar al motorista despreciable que, en su oportunismo vial, nos va
bloqueando el paso a todos, o que se lleva a un peatón de corbata. Pareciera ser
que los motoristas han pasado a ser un símbolo privilegiado del caos, del
apocalipsis urbano.
Lo
que sí es verdad es que Guatemala es ya como una ciudad de la India. Y en toda
ciudad de la India que se respete las motos son reinas. La ciudad maltusiana será
siempre de los motoristas, ese gran sindicato espontáneo, esa tremenda
confraternidad cinética. Es posible que los motoristas ya estén desarrollando una
forma avanzada de comunicación gregaria, como las abejas, con el solo objetivo de
apropiarse de la metrópolis. Es posible.
Pero,
de otra parte, los motoristas nos regalan algo que es hermoso: la idea de que
podemos avanzar, aún cuando todo está inmóvil.
En
el tráfico, los carros son como piedras y las motos son el río.
La
llamada Caravana del Zorro, recientemente concluida, explicita toda una cultura
y una mística motociclística creciendo en el país. Esa articulación anual de jateados
es cosa delirante y digna de verse, aunque siempre porta uno que otro muerto.
Por lo mismo es que múltiples personas desean interrumpirla. ¿Pero cómo
interrumpir a los motoristas? Se les ha querido poner leyes,
pero terminan siempre haciendo lo propio y lo suyo. Pongan por caso el chaleco:
ese que desde hace rato va cayendo en desuso y desacato. Nombre,
a los motoristas no se les puede legislar tan fácil. En cambio son un gran
negocio, y los concesionarios bullen de clientes y reggaetón.
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