Me puso bravo el trato que le estaban dando a los emos. Había que escribir algo contra los estigmas, digo yo.
http://www.sigloxxi.com/noticias/26400
Estás en la mesa, no falta quien entre los comensales abra la bocota y diga algo así como: “No seás indio”. Ideas que hemos oído un millón de veces, que han quedado congeladas en la psique colectiva como sellos malditos.
En 2005 apareció un proyecto editorial inteligente, y de título inteligente: Lo que creemos y no podemos probar. El libro, animado por John Brockman, y con prólogo de Ian McEwan, invita a prominentes pensadores, científicos, intelectuales, a exponer sus creencias íntimas en cosas inverificables. El resultado, magnífico, nos remite a una serie de credos laicos ferozmente sinceros, lucidos, sensibles, complejos, divertidos.
Nosotros –el abstracto grupo que a veces llamamos, impunemente, los “guatemaltecos”– también tenemos una ristra de creencias difícilmente demostrables, pero que son moneda corriente en nuestro modo de autoconcebirnos. No son tan sofisticadas como las que aparecen en el libro de Brockman, y a decir verdad son más bien monótonas, pero con ellas hacemos igual una piara, un lugar para revolcarnos por los siglos de los siglos amén.
Esos nuestros estigmas
Algunos estigmas nuestros son completamente irracionales. Por ejemplo, a veces estigmatizamos a las pobres arañas, acusándolas de echarse unas meadas deletéreas que asesinan todo aquello que encuentran a su paso.
Hay una página en Internet que se llama “El site de los mitos de las arañas” (en inglés: “The spider myth site”) en donde el autor (Rod Crawford, curador de arácnidos, en el museo de Burke) dice lo siguiente: “He escuchado el mito de la “orina de araña” una vez en los Estados Unidos y muchas veces en Latinoamérica, en donde probablemente se originó. Al parecer, existe una o varias especies que orinan en las personas cuando éstas duermen, y la orina, más que la mordida, es lo que causa una úlcera en la piel. En Guatemala este mito (aún muy fuerte en 2008) se centra en una tarántula llamada araña de caballo de la cuál se dice que causa fiebre severa y problemas a los caballos en las patas y a otros animales de cría por orinar en ellos. Lo cierto es que las arañas no cuentan con un sistema de orina y un sistema fecal separados, y sus deposiciones consisten mayormente de guanina, que es un componente de DNA que se encuentra en todas las cosas vivas; ¡no es nada probable que cause alguna reacción en la piel!”
En realidad, en Guatemala existen una multitud de mitos tan irracionales como el que acabamos de mencionar. Si quisiéramos estilar, llamaríamos al fenómeno: “el síndrome del orín de la araña”.
Algunos estigmas, además de irracionales, son frontalmente racistas. Entre los estigmas locales más horrendos que se han dado en este país, está ése que dice: “No seás indio”, por decir no seás necio, ignorante, retrasado mental, por cierto otro estigma. Eso de “no seás indio” ya no se usa como antes pero de que se usa se usa. Hay otras formas de denigrar al indígena: “Indio con billete”, es uno de ellos. También a los que viven afuera de la ciudad: “Vos sí que sos bajado de la montaña”.
Está nuestra tendencia a generalizar: “La verdad es que los guatemaltecos no tenemos amor por nuestro país…” Y aún agregamos: “…a diferencia de los mexicanos.” Es injusto, porque abundan los guatemaltecos que poseen una lealtad incluso beata por Guatemala… como mexicanos cínicos que frasean toda clase de alcohólicos improperios para con la madre patria que los vio nacer.
Ahí está el famoso “Los zacapanecos son matones”. O también el sempiterno: “Los diputados son todos ladrones”. Semejante argumento –y aunque nos duela el corazón, pues no podemos vivir sin culpables por todo lo que pasa en nuestras vidas– no resiste el análisis socrático más elemental. En general a todos los políticos se les asocia de plano con corrupción.
Existen otras generalizaciones. A los tatuados se les acusa a priori de mareros. Recientemente, se dio una oleada de estigmatización hacia los emos: “Los emos son peligrosos”. Juicios que soltamos a la ligera, sin ni siquiera asomarnos a la investigación, a la estadística.
A veces, por el contrario, particularizamos. Como cuando decimos: “Sólo en Guatemala suceden estas cosas…” Cuando lo cierto es que en todo el mundo existen los defectos que imaginamos exclusivamente locales. En realidad, libamos nuestros estigmas de un depósito universal de estereotipos odiosos (“parecés mujer”, “tiene planta de sidoso”, “esa chava es una puta”), a los cuáles les prestamos algún color local: “gordo serote”, “gran hueco”,
Por supuesto, algunos estigmas van adquiriendo un poder rocambolesco, hasta convertirse en verdaderas profecías autocumplidas. El caso de la famosa “hora chapina”, eso de que todos los guatemaltecos somos impuntuales. La verdad es que mucha de esa impuntualidad proviene de un tácito acuerdo social centralizada alrededor de un modo de pensar, ya rastreable en Pepe Milla, quien dijo que el chapín “no concurre a las citas, y si lo hace, es siempre tarde”. (Ya ven que Pepe Milla también dijo que el chapín es “hospitalario, servicio, piadoso, inteligente”.)
Yo acuso que yo creo
Por creencias nucleares entendamos esas interpretaciones o percepciones que hemos internalizado a tal grado que rigen en buena parte tanto nuestra vida mental como externa.
Cuando de creencias nucleares se trata, las hay de todos sabores y colores. Así como existen algunas positivas, que nos invitan a optimizar nuestro trato con el mundo, hay otras muy decadentes y cretinas, que sólo traen desdicha al individuo y a su medio ambiente.
Los dogmas del individuo varían de acuerdo a sus condicionamientos. Hay personas que juran que poseen una conexión especial con un género específico de extraterrestres; otros se creen crónicamente inútiles para las matemáticas; los hay que no pueden sacarse de la cabeza que son muy bonitos. Algunas creencias son muy divertidas. Y otras muy tristes, como en el caso de las personas que sufren de trastorno obsesivo–compulsivo (que las hace regresar quince veces a su casa a comprobar si las luces están apagadas, antes de salir).
Estas interfaces van a la larga prescribiendo la personalidad misma del sujeto, que pronto empieza a absorber sus creencias en una especie de metacreencia, a la cual le asigna el rol de fungir como identidad personal. Llegado a ese punto, el trabajo de limpiar el sistema de dogmas y disolver las concepciones erradas no es ya nada fácil, aunque se puede hacer, y existen modos muy formales –como la terapia cognitiva– para hacerlo.
Lo mismo sucede a nivel colectivo. El cuerpo social se aferra a un combo de percepciones compartidas, y a eso se le llama, por ejemplo, “ser guatemalteco”, “ser ladino”, “ser chechenio”.
El problema es cuando esas percepciones compartidas son injustas y mentirosas: llevan sin más a la alienación.
La alienación es un esquema colectivo disfuncional. En términos generales, las personas soy muy alienables. No les interesa salir de la zona de mitos en la que se encuentran pues les resulta tan cómoda, tan ecuménica, tan aceptada por todos –un blanco útero muy tibio. Cuando las creencias nucleares alcanzan status nacional, entonces generan un poder temible, que usamos, para bunkerizarnos y también para descalificar lo ajeno. Aparecen, con su hociquito violáceo, los estigmas.
Los estigmas funcionan a modo de mantras ideológicos, que aplicamos al otro. Eternas descalificaciones con las cuales llenamos el vacío nacional. Modos impunes de generalizar, que se van abriendo brechas en nuestras conversaciones, haciéndolas progresivamente más australopitecas y más tediosas. Suelen ser percepciones muy perjudiciales. Los estigmas son zonas enfermas de nuestra identidad colectiva. Y son tramposas: siembran división bajo una apariencia de unidad.
Conjuros contra la alienación
No es fácil, no cómodo, salirse del pensamiento unidimensional y trascender la red de convenciones sociales.
El pensamiento libre es castigado en la sociedad, como bien lo explicara, en cita famosa, Einstein: “Los grandes espíritus han encontrado oposición violenta muy a menudo de parte de mentes débiles”.
Pero es un paso necesario, porque está en juego lo más importante. Así lo explica Rumi, el tremendo poeta persa: “El conocimiento convencional es la ruina de nuestras almas: algo prestado que imaginamos propio”.
Por todo esto es que, de vez en cuando, hay que volver a las palabras del tremendo Buda, un estigmatizado ejemplar. En el Sutra de los Kalamas, dice: “No se atengan a lo que ha sido adquirido mediante lo que se escucha repetidamente; o a lo que es tradición; o a lo que es rumor; o a lo que está en escrituras; o a lo que es conjetura; o a lo que es axiomático; o a lo que es un razonamiento engañoso; o a lo que es un prejuicio (…)”
Naturalmente, es preciso comenzar por aceptar que no somos meramente las víctimas –los alienados– sino que a la vez somos los victimarios –alienadores compulsivos, verdaderas máquinas de generar prejuicios. A lo mejor podemos usar esos mismos prejuicios para curarnos, pues como decía Jung: “Todo los que nos irrita de otros puede llevarnos a una comprensión de nosotros mismos”.
O terminaremos como Groucho Marx, diciendo: “Jamás aceptaría pertenecer a un club que me admitiera como socio”.
EL ESTIGMA Y SUS ESTRATEGIAS
Estigmatizar posee dos estrategias básicas de acción: separar y agredir.
Separar. Esto es: condenar al sujeto a no pertenecer, al otracismo. Lo cuál toma ribetes repulsivos: como cuando un niño es ridiculizado por sus compañeritos en la escuela, pero quince minutos más tarde es él quien está ridiculizando a otro niño, aún sabiendo el dolor tremendo que supone tal humillación –y por lo mismo. El caso más paradigmático de ostracismo: el que sufrieron los judíos en los campos de la muerte. Ahí el ostracismo fomentó una dimensión radical: no basta con separar al sujeto: hay que separarlo de un modo terminal.
Así pues, estigmatizar establece una brecha infranqueable entre las personas. Pero a veces hace todo lo contrario: elimina todas las distancias y los respetos, por medio de la agresión, el choque violento, la inapelable colisión. Los linchamientos, por caso, vienen a ser rituales agresivos de marginalización.
http://www.sigloxxi.com/noticias/26400
Estás en la mesa, no falta quien entre los comensales abra la bocota y diga algo así como: “No seás indio”. Ideas que hemos oído un millón de veces, que han quedado congeladas en la psique colectiva como sellos malditos.
En 2005 apareció un proyecto editorial inteligente, y de título inteligente: Lo que creemos y no podemos probar. El libro, animado por John Brockman, y con prólogo de Ian McEwan, invita a prominentes pensadores, científicos, intelectuales, a exponer sus creencias íntimas en cosas inverificables. El resultado, magnífico, nos remite a una serie de credos laicos ferozmente sinceros, lucidos, sensibles, complejos, divertidos.
Nosotros –el abstracto grupo que a veces llamamos, impunemente, los “guatemaltecos”– también tenemos una ristra de creencias difícilmente demostrables, pero que son moneda corriente en nuestro modo de autoconcebirnos. No son tan sofisticadas como las que aparecen en el libro de Brockman, y a decir verdad son más bien monótonas, pero con ellas hacemos igual una piara, un lugar para revolcarnos por los siglos de los siglos amén.
Esos nuestros estigmas
Algunos estigmas nuestros son completamente irracionales. Por ejemplo, a veces estigmatizamos a las pobres arañas, acusándolas de echarse unas meadas deletéreas que asesinan todo aquello que encuentran a su paso.
Hay una página en Internet que se llama “El site de los mitos de las arañas” (en inglés: “The spider myth site”) en donde el autor (Rod Crawford, curador de arácnidos, en el museo de Burke) dice lo siguiente: “He escuchado el mito de la “orina de araña” una vez en los Estados Unidos y muchas veces en Latinoamérica, en donde probablemente se originó. Al parecer, existe una o varias especies que orinan en las personas cuando éstas duermen, y la orina, más que la mordida, es lo que causa una úlcera en la piel. En Guatemala este mito (aún muy fuerte en 2008) se centra en una tarántula llamada araña de caballo de la cuál se dice que causa fiebre severa y problemas a los caballos en las patas y a otros animales de cría por orinar en ellos. Lo cierto es que las arañas no cuentan con un sistema de orina y un sistema fecal separados, y sus deposiciones consisten mayormente de guanina, que es un componente de DNA que se encuentra en todas las cosas vivas; ¡no es nada probable que cause alguna reacción en la piel!”
En realidad, en Guatemala existen una multitud de mitos tan irracionales como el que acabamos de mencionar. Si quisiéramos estilar, llamaríamos al fenómeno: “el síndrome del orín de la araña”.
Algunos estigmas, además de irracionales, son frontalmente racistas. Entre los estigmas locales más horrendos que se han dado en este país, está ése que dice: “No seás indio”, por decir no seás necio, ignorante, retrasado mental, por cierto otro estigma. Eso de “no seás indio” ya no se usa como antes pero de que se usa se usa. Hay otras formas de denigrar al indígena: “Indio con billete”, es uno de ellos. También a los que viven afuera de la ciudad: “Vos sí que sos bajado de la montaña”.
Está nuestra tendencia a generalizar: “La verdad es que los guatemaltecos no tenemos amor por nuestro país…” Y aún agregamos: “…a diferencia de los mexicanos.” Es injusto, porque abundan los guatemaltecos que poseen una lealtad incluso beata por Guatemala… como mexicanos cínicos que frasean toda clase de alcohólicos improperios para con la madre patria que los vio nacer.
Ahí está el famoso “Los zacapanecos son matones”. O también el sempiterno: “Los diputados son todos ladrones”. Semejante argumento –y aunque nos duela el corazón, pues no podemos vivir sin culpables por todo lo que pasa en nuestras vidas– no resiste el análisis socrático más elemental. En general a todos los políticos se les asocia de plano con corrupción.
Existen otras generalizaciones. A los tatuados se les acusa a priori de mareros. Recientemente, se dio una oleada de estigmatización hacia los emos: “Los emos son peligrosos”. Juicios que soltamos a la ligera, sin ni siquiera asomarnos a la investigación, a la estadística.
A veces, por el contrario, particularizamos. Como cuando decimos: “Sólo en Guatemala suceden estas cosas…” Cuando lo cierto es que en todo el mundo existen los defectos que imaginamos exclusivamente locales. En realidad, libamos nuestros estigmas de un depósito universal de estereotipos odiosos (“parecés mujer”, “tiene planta de sidoso”, “esa chava es una puta”), a los cuáles les prestamos algún color local: “gordo serote”, “gran hueco”,
Por supuesto, algunos estigmas van adquiriendo un poder rocambolesco, hasta convertirse en verdaderas profecías autocumplidas. El caso de la famosa “hora chapina”, eso de que todos los guatemaltecos somos impuntuales. La verdad es que mucha de esa impuntualidad proviene de un tácito acuerdo social centralizada alrededor de un modo de pensar, ya rastreable en Pepe Milla, quien dijo que el chapín “no concurre a las citas, y si lo hace, es siempre tarde”. (Ya ven que Pepe Milla también dijo que el chapín es “hospitalario, servicio, piadoso, inteligente”.)
Yo acuso que yo creo
Por creencias nucleares entendamos esas interpretaciones o percepciones que hemos internalizado a tal grado que rigen en buena parte tanto nuestra vida mental como externa.
Cuando de creencias nucleares se trata, las hay de todos sabores y colores. Así como existen algunas positivas, que nos invitan a optimizar nuestro trato con el mundo, hay otras muy decadentes y cretinas, que sólo traen desdicha al individuo y a su medio ambiente.
Los dogmas del individuo varían de acuerdo a sus condicionamientos. Hay personas que juran que poseen una conexión especial con un género específico de extraterrestres; otros se creen crónicamente inútiles para las matemáticas; los hay que no pueden sacarse de la cabeza que son muy bonitos. Algunas creencias son muy divertidas. Y otras muy tristes, como en el caso de las personas que sufren de trastorno obsesivo–compulsivo (que las hace regresar quince veces a su casa a comprobar si las luces están apagadas, antes de salir).
Estas interfaces van a la larga prescribiendo la personalidad misma del sujeto, que pronto empieza a absorber sus creencias en una especie de metacreencia, a la cual le asigna el rol de fungir como identidad personal. Llegado a ese punto, el trabajo de limpiar el sistema de dogmas y disolver las concepciones erradas no es ya nada fácil, aunque se puede hacer, y existen modos muy formales –como la terapia cognitiva– para hacerlo.
Lo mismo sucede a nivel colectivo. El cuerpo social se aferra a un combo de percepciones compartidas, y a eso se le llama, por ejemplo, “ser guatemalteco”, “ser ladino”, “ser chechenio”.
El problema es cuando esas percepciones compartidas son injustas y mentirosas: llevan sin más a la alienación.
La alienación es un esquema colectivo disfuncional. En términos generales, las personas soy muy alienables. No les interesa salir de la zona de mitos en la que se encuentran pues les resulta tan cómoda, tan ecuménica, tan aceptada por todos –un blanco útero muy tibio. Cuando las creencias nucleares alcanzan status nacional, entonces generan un poder temible, que usamos, para bunkerizarnos y también para descalificar lo ajeno. Aparecen, con su hociquito violáceo, los estigmas.
Los estigmas funcionan a modo de mantras ideológicos, que aplicamos al otro. Eternas descalificaciones con las cuales llenamos el vacío nacional. Modos impunes de generalizar, que se van abriendo brechas en nuestras conversaciones, haciéndolas progresivamente más australopitecas y más tediosas. Suelen ser percepciones muy perjudiciales. Los estigmas son zonas enfermas de nuestra identidad colectiva. Y son tramposas: siembran división bajo una apariencia de unidad.
Conjuros contra la alienación
No es fácil, no cómodo, salirse del pensamiento unidimensional y trascender la red de convenciones sociales.
El pensamiento libre es castigado en la sociedad, como bien lo explicara, en cita famosa, Einstein: “Los grandes espíritus han encontrado oposición violenta muy a menudo de parte de mentes débiles”.
Pero es un paso necesario, porque está en juego lo más importante. Así lo explica Rumi, el tremendo poeta persa: “El conocimiento convencional es la ruina de nuestras almas: algo prestado que imaginamos propio”.
Por todo esto es que, de vez en cuando, hay que volver a las palabras del tremendo Buda, un estigmatizado ejemplar. En el Sutra de los Kalamas, dice: “No se atengan a lo que ha sido adquirido mediante lo que se escucha repetidamente; o a lo que es tradición; o a lo que es rumor; o a lo que está en escrituras; o a lo que es conjetura; o a lo que es axiomático; o a lo que es un razonamiento engañoso; o a lo que es un prejuicio (…)”
Naturalmente, es preciso comenzar por aceptar que no somos meramente las víctimas –los alienados– sino que a la vez somos los victimarios –alienadores compulsivos, verdaderas máquinas de generar prejuicios. A lo mejor podemos usar esos mismos prejuicios para curarnos, pues como decía Jung: “Todo los que nos irrita de otros puede llevarnos a una comprensión de nosotros mismos”.
O terminaremos como Groucho Marx, diciendo: “Jamás aceptaría pertenecer a un club que me admitiera como socio”.
EL ESTIGMA Y SUS ESTRATEGIAS
Estigmatizar posee dos estrategias básicas de acción: separar y agredir.
Separar. Esto es: condenar al sujeto a no pertenecer, al otracismo. Lo cuál toma ribetes repulsivos: como cuando un niño es ridiculizado por sus compañeritos en la escuela, pero quince minutos más tarde es él quien está ridiculizando a otro niño, aún sabiendo el dolor tremendo que supone tal humillación –y por lo mismo. El caso más paradigmático de ostracismo: el que sufrieron los judíos en los campos de la muerte. Ahí el ostracismo fomentó una dimensión radical: no basta con separar al sujeto: hay que separarlo de un modo terminal.
Así pues, estigmatizar establece una brecha infranqueable entre las personas. Pero a veces hace todo lo contrario: elimina todas las distancias y los respetos, por medio de la agresión, el choque violento, la inapelable colisión. Los linchamientos, por caso, vienen a ser rituales agresivos de marginalización.
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