Desenterré otra entrevista con el magno Monteforte. A alguien le servirá… Lo interesante fue escuchar a Monteforte hablar de la muerte en el umbral de su propia muerte. Monteforte me concedió el honor de presentar este libro.
Mario Monteforte presenta su libro más reciente... Los adoradores de la muerte es una novela volcada al tema sin equivalente de las sectas. Ésta en particular, la del libro, se dedica a la muerte por sorteo. Justamente, es de la muerte que se habla en esta entrevista, y sobre eso que debe ser, cuál duda, su contrario más permanente: la novela, su particular elaboración, su espesor...
Su libro se inspira en un hecho verdadero. ¿Podría facilitar a los lectores la historia real de Los adoradores de la muerte?
Un gringo comenzó a reclutar gente para que se avinieran a la idea de la muerte, para que llegaran a aceptar la muerte como una manera de vivir. Con esa base se fue a las selvas de Surinam, en la América del Sur, y allí fundó una especie de palasterio. A los dos años fueron descubiertos. Allí se practicaba el suicidio. Justamente, los descubrieron y cuando los descubrieron se suicidaron todos, y a los tres, cuatro, que no querían morir los mataron.
Este es un libro que usted empezó hace un buen tiempo ya. ¿Hay alguna razón por la cual no se había publicado antes?
Escribir es una inminencia: de pronto surge un libro y hay que hacerlo. Se te atraviesa, mientras el otro se detuvo. Es lo que me pasó: hubo varios libros antes de éste. Pero la idea me quedó siempre.
¿Cuál es su percepción del fenómeno de las sectas?
Yo creo que es una reacción a las globalizaciones. Es una defensa contra la igualización. Estas sectas tienen un gran cuidado en el trabajo personal de la gente; están compuestas de individualidades en torno a un mito, en torno a una creencia, en torno a una fe. A eso se deben. Y éstas que hay ahora... algunas de ellas son verdaderamente nefandas.
A punto de cumplir noventa años, Señor Monteforte, ¿cómo usted encara el tema complejo de la muerte?
Hace bastante tiempo que me preocupa la muerte –no por verla próxima, sino porque me preocupa de una manera integral. La penúltima novela mía, que se llama Unas vísperas muy largas, es justamente eso: “Hay que pasar del amor a la muerte sin detenerse en la vejez”. Sería la tesis del libro. Eso ya me viene de lejos. No es que yo creo que la muerte esté próxima: próxima yo la he sentido siempre. No por los poemas de Calderón... Yo considero que, como he vivido en el peligro, en el movimiento, en la aventura, siempre he estado cerca de eso.
Y eso, ¿es edificante, esa conciencia constante de la muerte? Imagino que le da una nueva mirada sobre la vida.
Naturalmente: me da la mejor visión posible, la gana de vivir la vida de verdad, vivirla con todas las células del cuerpo, entregarse bestialmente a ella.
Parece que el ser humano no ha reunido una cultura aceptable de la muerte... Si pensamos en la escatología cristiana... Supone un grado de preocupación extenuante. Visto desde ese punto de vista, la actitud de los colonos de su libro viene a ser incluso en una medida… razonable.
Yo creo que el temor a la muerte se ideologizó muy pronto. Es una manera de explotar a los demás. Yo estoy seguro que al primero que se le ocurrió eso fue a Adán, para que lo cuidara Eva. El temor a la muerte es la base de la religión. Así es como han nacido todas las religiones. Entonces esto ya es viejo.
Es muy deformado lo que pasa con esta gente en su novela. Pero por de pronto no me parece mucho más irracional que cualquier otra fe instituida o fe oficial.
Todo sistema tiene una racionalidad. No es que yo esté reviviendo a Descartes, a quien abomino –me enseñó Nietszche a abominarlo– pero yo creo que todo sistema es una racionalización. Ahora bien, no se puede llegar a creer en nada si no es por la vida irracional; irracionalizar lo racional es la manera inteligente de inculcar una idea. Porque si usted va a inculcar una idea a base de lo racional, termina pronto.
¿Le gusta confundirse con sus personajes al momento de escribir la novela o guarda siempre con ellos una distancia?
Eso no lo puede uno gobernar. Se empieza a escribir con un plan. Bueno, hay gente que se pone a escribir para ver qué le sale, pero yo no creo en ese tipo de literatura: creo que es mala. Hay que pensar mucho antes de ponerse a escribir. No esperar que van a salir solas las ideas... Salen, pero salen desordenadas, salen vacías, no se conectan: son como idiomas separados. Yo pienso mucho en lo que estoy haciendo... El que me enseñó lo que le voy a decir fue don Ezequiel Martínez Estrada: él estaba escribiendo un cuento y se le metió un personaje. Lo sacaba y se le volvía a meter, hasta que era tanta la insistencia que lo dejó. La entrada de ese personaje le hizo un cuento que el no tenía de ninguna manera planeado... Esto es un poco grosero, pero es exactamente lo que pasa. Por mucho que uno calcule el personaje siempre se le va. Y allí no hay ni siquiera identificación personal... Mientras más crece uno menos involucrado está en los personajes. Yo creo que la madurez es una sustracción.
¿Qué tanto guarda usted de su cotidianidad en sus narraciones?
Es una tensión doble. De un lado, hay que tener todos los poros, todas las sensibilidades, las que uno conoce y las que uno no conoce... eso es lo que enriquece lo que estás haciendo. Y lo otro es que las individualidades no son las que hacen la literatura. Es decir los personajes no son individuales: los personajes son personajes. Por ejemplo en el teatro: el autor que se siente él haciendo el papel de alguien ya la cagó... No va a ninguna parte. Lo mismo en la literatura.
¿Qué es lo que le da verosimilitud, rotundidad a una novela, cómo hacer para que eso cobre vida de repente?
Es la dialéctica: el choque de fuerzas. Una novela que tiene fuerzas todas dirigidas en un sentido es una mala novela. Piensa en todas las grandes novelas del mundo... Allí donde no hay choque no puede haber literatura.
Le parecerá simple la pregunta: ¿qué cosa le causa mayor placer en su propia escritura: la trama, el lenguaje, las observaciones puestas allí de pronto, las descripciones...?
No te voy a hacer una frase literaria... Para mí es muy angustioso, porque me estoy planteando esos problemas todo el tiempo. Es decir: cuando uno empieza a escribir uno se enamora de las palabras, y esa es la forma más simple de la literatura: amasar palabras, hacer metáforas... Eso no tiene fin, pero tampoco tiene principio. No es la palabra la que lo lleva a uno al éxtasis, como en la música. La música es la música pero no se está corporeizando nada. De modo que la palabra es el material de lo que estás construyendo, pero lo que estás construyendo también es parte de la cosa... Entonces está mezclado el resultado con lo que estás escribiendo. Y la prueba es que si mañana uno lee lo que escribe hoy, uno empieza a corregir...
Yo diría que usted es totalmente antagónico en términos de temperamento literario con Cardoza y Aragón.
Completamente. Exactamente lo contrario. No diferente: lo contrario.
Mario Monteforte presenta su libro más reciente... Los adoradores de la muerte es una novela volcada al tema sin equivalente de las sectas. Ésta en particular, la del libro, se dedica a la muerte por sorteo. Justamente, es de la muerte que se habla en esta entrevista, y sobre eso que debe ser, cuál duda, su contrario más permanente: la novela, su particular elaboración, su espesor...
Su libro se inspira en un hecho verdadero. ¿Podría facilitar a los lectores la historia real de Los adoradores de la muerte?
Un gringo comenzó a reclutar gente para que se avinieran a la idea de la muerte, para que llegaran a aceptar la muerte como una manera de vivir. Con esa base se fue a las selvas de Surinam, en la América del Sur, y allí fundó una especie de palasterio. A los dos años fueron descubiertos. Allí se practicaba el suicidio. Justamente, los descubrieron y cuando los descubrieron se suicidaron todos, y a los tres, cuatro, que no querían morir los mataron.
Este es un libro que usted empezó hace un buen tiempo ya. ¿Hay alguna razón por la cual no se había publicado antes?
Escribir es una inminencia: de pronto surge un libro y hay que hacerlo. Se te atraviesa, mientras el otro se detuvo. Es lo que me pasó: hubo varios libros antes de éste. Pero la idea me quedó siempre.
¿Cuál es su percepción del fenómeno de las sectas?
Yo creo que es una reacción a las globalizaciones. Es una defensa contra la igualización. Estas sectas tienen un gran cuidado en el trabajo personal de la gente; están compuestas de individualidades en torno a un mito, en torno a una creencia, en torno a una fe. A eso se deben. Y éstas que hay ahora... algunas de ellas son verdaderamente nefandas.
A punto de cumplir noventa años, Señor Monteforte, ¿cómo usted encara el tema complejo de la muerte?
Hace bastante tiempo que me preocupa la muerte –no por verla próxima, sino porque me preocupa de una manera integral. La penúltima novela mía, que se llama Unas vísperas muy largas, es justamente eso: “Hay que pasar del amor a la muerte sin detenerse en la vejez”. Sería la tesis del libro. Eso ya me viene de lejos. No es que yo creo que la muerte esté próxima: próxima yo la he sentido siempre. No por los poemas de Calderón... Yo considero que, como he vivido en el peligro, en el movimiento, en la aventura, siempre he estado cerca de eso.
Y eso, ¿es edificante, esa conciencia constante de la muerte? Imagino que le da una nueva mirada sobre la vida.
Naturalmente: me da la mejor visión posible, la gana de vivir la vida de verdad, vivirla con todas las células del cuerpo, entregarse bestialmente a ella.
Parece que el ser humano no ha reunido una cultura aceptable de la muerte... Si pensamos en la escatología cristiana... Supone un grado de preocupación extenuante. Visto desde ese punto de vista, la actitud de los colonos de su libro viene a ser incluso en una medida… razonable.
Yo creo que el temor a la muerte se ideologizó muy pronto. Es una manera de explotar a los demás. Yo estoy seguro que al primero que se le ocurrió eso fue a Adán, para que lo cuidara Eva. El temor a la muerte es la base de la religión. Así es como han nacido todas las religiones. Entonces esto ya es viejo.
Es muy deformado lo que pasa con esta gente en su novela. Pero por de pronto no me parece mucho más irracional que cualquier otra fe instituida o fe oficial.
Todo sistema tiene una racionalidad. No es que yo esté reviviendo a Descartes, a quien abomino –me enseñó Nietszche a abominarlo– pero yo creo que todo sistema es una racionalización. Ahora bien, no se puede llegar a creer en nada si no es por la vida irracional; irracionalizar lo racional es la manera inteligente de inculcar una idea. Porque si usted va a inculcar una idea a base de lo racional, termina pronto.
¿Le gusta confundirse con sus personajes al momento de escribir la novela o guarda siempre con ellos una distancia?
Eso no lo puede uno gobernar. Se empieza a escribir con un plan. Bueno, hay gente que se pone a escribir para ver qué le sale, pero yo no creo en ese tipo de literatura: creo que es mala. Hay que pensar mucho antes de ponerse a escribir. No esperar que van a salir solas las ideas... Salen, pero salen desordenadas, salen vacías, no se conectan: son como idiomas separados. Yo pienso mucho en lo que estoy haciendo... El que me enseñó lo que le voy a decir fue don Ezequiel Martínez Estrada: él estaba escribiendo un cuento y se le metió un personaje. Lo sacaba y se le volvía a meter, hasta que era tanta la insistencia que lo dejó. La entrada de ese personaje le hizo un cuento que el no tenía de ninguna manera planeado... Esto es un poco grosero, pero es exactamente lo que pasa. Por mucho que uno calcule el personaje siempre se le va. Y allí no hay ni siquiera identificación personal... Mientras más crece uno menos involucrado está en los personajes. Yo creo que la madurez es una sustracción.
¿Qué tanto guarda usted de su cotidianidad en sus narraciones?
Es una tensión doble. De un lado, hay que tener todos los poros, todas las sensibilidades, las que uno conoce y las que uno no conoce... eso es lo que enriquece lo que estás haciendo. Y lo otro es que las individualidades no son las que hacen la literatura. Es decir los personajes no son individuales: los personajes son personajes. Por ejemplo en el teatro: el autor que se siente él haciendo el papel de alguien ya la cagó... No va a ninguna parte. Lo mismo en la literatura.
¿Qué es lo que le da verosimilitud, rotundidad a una novela, cómo hacer para que eso cobre vida de repente?
Es la dialéctica: el choque de fuerzas. Una novela que tiene fuerzas todas dirigidas en un sentido es una mala novela. Piensa en todas las grandes novelas del mundo... Allí donde no hay choque no puede haber literatura.
Le parecerá simple la pregunta: ¿qué cosa le causa mayor placer en su propia escritura: la trama, el lenguaje, las observaciones puestas allí de pronto, las descripciones...?
No te voy a hacer una frase literaria... Para mí es muy angustioso, porque me estoy planteando esos problemas todo el tiempo. Es decir: cuando uno empieza a escribir uno se enamora de las palabras, y esa es la forma más simple de la literatura: amasar palabras, hacer metáforas... Eso no tiene fin, pero tampoco tiene principio. No es la palabra la que lo lleva a uno al éxtasis, como en la música. La música es la música pero no se está corporeizando nada. De modo que la palabra es el material de lo que estás construyendo, pero lo que estás construyendo también es parte de la cosa... Entonces está mezclado el resultado con lo que estás escribiendo. Y la prueba es que si mañana uno lee lo que escribe hoy, uno empieza a corregir...
Yo diría que usted es totalmente antagónico en términos de temperamento literario con Cardoza y Aragón.
Completamente. Exactamente lo contrario. No diferente: lo contrario.
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