Mi aventura por el periodismo cultural ha sido en conjunto decisiva y enriquecedora. Se ha tratado de una experiencia que va mucho más allá de marcar la tarjeta y recoger el cheque. De hecho, ejercer de reportero cultural, si hay la suficiente mística y convencimiento, equivale a abrir varios de los portales más sugestivos que ofrece el mercado periodístico y acomodarse sin pudores en el puro placer de trabajar.
Así es cómo le digo al interesado –y espero que el interesado sea uno de ustedes– que si se dedica a periodista cultural conocerá en el camino a los personajes más alucinantes, densos, e intensos del gran zoológico humano, para dejarlos luego a todos por escrito, más vivos y destilados todavía, envueltos en la palabra periodística.
No todo es color de rosa, claro está: el periodismo cultural en principio existe poco, y todavía mal. Algunos editores no cuentan con el criterio suficiente para situar una ofensiva articulada para adelantar el arte y la cultura. Y cuando tienen el criterio justo, no cuentan, en cambio, con un apoyo verdadero –un apoyo sin peros y condicionamientos– por parte de jefes habitualmente más ocupados por el número del tiraje y los target groups… O simplemente no cuentan con el dinero para mantener el proyecto y pagarle a colaboradores.
Sucede mucho que los redactores culturales son atajados por sus editores. Podríamos imaginar un cementerio clandestino de notas periodísticas: frases tronchadas, párrafos decapitados, obturados estilos, violadas gramáticas, ideas muertas de un tiro de gracia. Aunque también es cierto que muchos redactores escriben pésimamente. El círculo es vicioso. En las secciones diarias de cultura hay por lo demás muy poco espacio para la profundización, pues el espacio lo han ocupado los consejos de salud, la farándula, otras liviandades, y las notas importadas, es decir las notas de agencia. La audacia es casi imposible. Los interesados en este tipo de periodismo son muy pocos, y menos todavía los interesados en determinadas ramas del periodismo cultural, como las reseñas especializadas, o los géneros híbridos. Si a todo ello agregamos al público, cuya gruesa parte es medio lenta...
La primera vez que intenté publicar algo en un periódico fue en Siglo Veintiuno. Le llevé a la editora que estaba entonces en la sección cultural un cuento, y ella me lo devolvió suavemente, explicando que en realidad sólo publicaban a autores consagrados, lo cual era una manera sutil de mandarme a la mierda. Yo salí muy indignado del lugar, porque en ese entonces yo me creía igual al por entonces fallecido Augusto Monterroso. Más tarde, cuando me llevaron cuentos muy malos a la sección de cultura de El Periódico para que los publicásemos, entendí que aquella editora tuvo razón en rechazar mi cuento, y que es bueno para un escritor que lo bajen de la nube de vez en cuando.
No tanto después del incidente de Siglo Veintiuno, comencé la aventura periodística en el mínimo y ya difunto diario La República, como columnista ad honorem, en la sección de cultura. Uno de los accionistas era amigo de mi padre, y pude con ello escribir semanalmente una columna de literatura, que no era sino la columna de literatura de un advenedizo con cierta hinchazón literaria. Entiendo ahora que abordar un espacio en el mundo de los periódicos no depende estrictamente del talento, si lo hay (lo cual no es evidente) sino también de las relaciones humanas y del azar.
En realidad no recuerdo bien si antes de escribir en La República lo hice en la revista Hasta Atrás, un fanzine de música de toque underground. Eran artículos pagados, lo cuál para mí era algo bastante difícil de creer: ¡me estaban pagando mis notas! Con el tiempo entendí que siempre, por principio, hay que cobrar el trabajo. No siempre se puede, y casi nunca al principio, pero es hora de dar a entender que nuestros textos no son producto de cierto obstinado altruismo. ¿Cómo es posible, me decía una amiga, que un abogado cobre un fichal por cualquier escritura legal realizada en quince minutos, y a nosotros no puedan pagarnos por una prosa delicada que nos llevó a lo mejor días?
Más tarde conocí a Luis Aceituno en la Universidad Rafael Landivar, en donde nunca terminé la carrera –allí caótica– de Filosofía y Letras. Luis Aceituno daba clases de estilística, y yo siempre me dormía en sus clases, lo cual le debe de haber parecido interesante, pues me ofreció trabajo.
Se trataba de un trabajo en un diario incipiente, y cuyo nombre, más bien redundante, me iba a acompañar los años siguientes. Se trataba de El Periódico, en donde empecé a funcionar como reportero cultural, y aprender el maravilloso y alógeno oficio del periodista. Este episodio en mi vida fue muy importante: una forma, aunque no completamente literaria, sí por lo menos periférica de ejercer la literatura, y también una forma de ganarme la vida. A la par de eso, he publicado en incontables numerosas revistas de literatura o arte.
El periodismo cultural es tan importante cómo cualquier otro tipo de periodismo. No hay que perder eso de vista, aún cuando otros piensen lo contrario, y promuevan un ninguneo o condescendencia oficial hacia el mismo. En realidad, el periodismo cultural es el que más colige las cualidades del oficio periodístico, el que más permite exponer sus registros y sus posibilidades.
Ya entrado en la convicción privada, yo diría que el buen periodismo cultural debe gozar de audacia y frescura, insolencia e ironía, experimento formal y cultura literaria, y tajantemente abolir el mito más estúpido de todos: el mito del periodismo objetivo, por lo demás imposible. Es más, yo recomiendo la fantasía, la inserción autoritaria del narrador, la impresión psicológica. Por ejemplo, en cierta ocasión, al escribir un artículo para la sección dominical sobre los bares de la zona 1, me permití introducir como compañero de la borrachera –pues la nota consistía en describir tal borrachera– a Platón. Platón que se va de copas conmigo, mientras me va recitando mometos de La República. Escribir un artículo de esa manera es simplemente estimulante.
El único periodismo que me interesa es el periodismo de autor. Dice Millás que “la primera obligación de un reportaje es ser un buen cuento”. Totalmente de acuerdo. Por ello, los oficiantes de esta práctica particular deberán a leer a aquellos que han entendido el periodismo como literatura, que clásicamente son: Norman Mailer, Tom Wolfe, Truman Capote. Y Hunter S. Thompson, el más desaforado de todos. Para entender el periodismo como un ejercicio de estilo, habrá que empezar a leer nuestro propio Gómez Carrillo.
Un género que me resulta muy hermoso, por ser tan literario, es la columna. Es un género que no se acompleja al propiciar la subjetividad. Exige un tratamiento especial, una deliberada intención retórica. Por demás, le permite al columnista sublimarse semanalmente. Me encanta la crónica, un género abierto y que en realidad sintetiza a su gusto todos los demás. En un momento dado, me enamoré de la entrevista, que requiere de arte, sutileza, aplomo, sagacidad y talento. Yo respeto a un buen entrevistador como a un buen novelista. Me gusta por lo demás la reseña, y la practicaría encantado si me pagasen más a menudo por ello. Gozo de una reseña por su velocidad, y porque requiere cultura. La nota periodista pura y llana es un género que puede a veces gustarme porque obliga al reportero a formular arte en un contexto cerrado. Por lo general, insisto en romper la pureza de los géneros: en la rajadura está el jugo.
Como dije antes, me parece que el periodismo cultural es el que mejor destaca las cualidades de cada género. Es una de sus virtudes. Otra, la más importante, es que consigna una misión estimable y poderosa: la de manufacturar sensibilidad e inteligencia. Ninguna empresa o empeño nacional tendrá uso si no existe en el ciudadano una mínima dosis de ambas virtudes.
Así es cómo le digo al interesado –y espero que el interesado sea uno de ustedes– que si se dedica a periodista cultural conocerá en el camino a los personajes más alucinantes, densos, e intensos del gran zoológico humano, para dejarlos luego a todos por escrito, más vivos y destilados todavía, envueltos en la palabra periodística.
No todo es color de rosa, claro está: el periodismo cultural en principio existe poco, y todavía mal. Algunos editores no cuentan con el criterio suficiente para situar una ofensiva articulada para adelantar el arte y la cultura. Y cuando tienen el criterio justo, no cuentan, en cambio, con un apoyo verdadero –un apoyo sin peros y condicionamientos– por parte de jefes habitualmente más ocupados por el número del tiraje y los target groups… O simplemente no cuentan con el dinero para mantener el proyecto y pagarle a colaboradores.
Sucede mucho que los redactores culturales son atajados por sus editores. Podríamos imaginar un cementerio clandestino de notas periodísticas: frases tronchadas, párrafos decapitados, obturados estilos, violadas gramáticas, ideas muertas de un tiro de gracia. Aunque también es cierto que muchos redactores escriben pésimamente. El círculo es vicioso. En las secciones diarias de cultura hay por lo demás muy poco espacio para la profundización, pues el espacio lo han ocupado los consejos de salud, la farándula, otras liviandades, y las notas importadas, es decir las notas de agencia. La audacia es casi imposible. Los interesados en este tipo de periodismo son muy pocos, y menos todavía los interesados en determinadas ramas del periodismo cultural, como las reseñas especializadas, o los géneros híbridos. Si a todo ello agregamos al público, cuya gruesa parte es medio lenta...
La primera vez que intenté publicar algo en un periódico fue en Siglo Veintiuno. Le llevé a la editora que estaba entonces en la sección cultural un cuento, y ella me lo devolvió suavemente, explicando que en realidad sólo publicaban a autores consagrados, lo cual era una manera sutil de mandarme a la mierda. Yo salí muy indignado del lugar, porque en ese entonces yo me creía igual al por entonces fallecido Augusto Monterroso. Más tarde, cuando me llevaron cuentos muy malos a la sección de cultura de El Periódico para que los publicásemos, entendí que aquella editora tuvo razón en rechazar mi cuento, y que es bueno para un escritor que lo bajen de la nube de vez en cuando.
No tanto después del incidente de Siglo Veintiuno, comencé la aventura periodística en el mínimo y ya difunto diario La República, como columnista ad honorem, en la sección de cultura. Uno de los accionistas era amigo de mi padre, y pude con ello escribir semanalmente una columna de literatura, que no era sino la columna de literatura de un advenedizo con cierta hinchazón literaria. Entiendo ahora que abordar un espacio en el mundo de los periódicos no depende estrictamente del talento, si lo hay (lo cual no es evidente) sino también de las relaciones humanas y del azar.
En realidad no recuerdo bien si antes de escribir en La República lo hice en la revista Hasta Atrás, un fanzine de música de toque underground. Eran artículos pagados, lo cuál para mí era algo bastante difícil de creer: ¡me estaban pagando mis notas! Con el tiempo entendí que siempre, por principio, hay que cobrar el trabajo. No siempre se puede, y casi nunca al principio, pero es hora de dar a entender que nuestros textos no son producto de cierto obstinado altruismo. ¿Cómo es posible, me decía una amiga, que un abogado cobre un fichal por cualquier escritura legal realizada en quince minutos, y a nosotros no puedan pagarnos por una prosa delicada que nos llevó a lo mejor días?
Más tarde conocí a Luis Aceituno en la Universidad Rafael Landivar, en donde nunca terminé la carrera –allí caótica– de Filosofía y Letras. Luis Aceituno daba clases de estilística, y yo siempre me dormía en sus clases, lo cual le debe de haber parecido interesante, pues me ofreció trabajo.
Se trataba de un trabajo en un diario incipiente, y cuyo nombre, más bien redundante, me iba a acompañar los años siguientes. Se trataba de El Periódico, en donde empecé a funcionar como reportero cultural, y aprender el maravilloso y alógeno oficio del periodista. Este episodio en mi vida fue muy importante: una forma, aunque no completamente literaria, sí por lo menos periférica de ejercer la literatura, y también una forma de ganarme la vida. A la par de eso, he publicado en incontables numerosas revistas de literatura o arte.
El periodismo cultural es tan importante cómo cualquier otro tipo de periodismo. No hay que perder eso de vista, aún cuando otros piensen lo contrario, y promuevan un ninguneo o condescendencia oficial hacia el mismo. En realidad, el periodismo cultural es el que más colige las cualidades del oficio periodístico, el que más permite exponer sus registros y sus posibilidades.
Ya entrado en la convicción privada, yo diría que el buen periodismo cultural debe gozar de audacia y frescura, insolencia e ironía, experimento formal y cultura literaria, y tajantemente abolir el mito más estúpido de todos: el mito del periodismo objetivo, por lo demás imposible. Es más, yo recomiendo la fantasía, la inserción autoritaria del narrador, la impresión psicológica. Por ejemplo, en cierta ocasión, al escribir un artículo para la sección dominical sobre los bares de la zona 1, me permití introducir como compañero de la borrachera –pues la nota consistía en describir tal borrachera– a Platón. Platón que se va de copas conmigo, mientras me va recitando mometos de La República. Escribir un artículo de esa manera es simplemente estimulante.
El único periodismo que me interesa es el periodismo de autor. Dice Millás que “la primera obligación de un reportaje es ser un buen cuento”. Totalmente de acuerdo. Por ello, los oficiantes de esta práctica particular deberán a leer a aquellos que han entendido el periodismo como literatura, que clásicamente son: Norman Mailer, Tom Wolfe, Truman Capote. Y Hunter S. Thompson, el más desaforado de todos. Para entender el periodismo como un ejercicio de estilo, habrá que empezar a leer nuestro propio Gómez Carrillo.
Un género que me resulta muy hermoso, por ser tan literario, es la columna. Es un género que no se acompleja al propiciar la subjetividad. Exige un tratamiento especial, una deliberada intención retórica. Por demás, le permite al columnista sublimarse semanalmente. Me encanta la crónica, un género abierto y que en realidad sintetiza a su gusto todos los demás. En un momento dado, me enamoré de la entrevista, que requiere de arte, sutileza, aplomo, sagacidad y talento. Yo respeto a un buen entrevistador como a un buen novelista. Me gusta por lo demás la reseña, y la practicaría encantado si me pagasen más a menudo por ello. Gozo de una reseña por su velocidad, y porque requiere cultura. La nota periodista pura y llana es un género que puede a veces gustarme porque obliga al reportero a formular arte en un contexto cerrado. Por lo general, insisto en romper la pureza de los géneros: en la rajadura está el jugo.
Como dije antes, me parece que el periodismo cultural es el que mejor destaca las cualidades de cada género. Es una de sus virtudes. Otra, la más importante, es que consigna una misión estimable y poderosa: la de manufacturar sensibilidad e inteligencia. Ninguna empresa o empeño nacional tendrá uso si no existe en el ciudadano una mínima dosis de ambas virtudes.
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