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Ilustración: Alejandro Azurdia/s21 |
Nos meteremos en el líquido esbelto, altamente
salino: flotaremos.
Me han enviado a Float –empresa que se autodescribe como “la primera clínica de
flotación de la región centroamericana”– para realizar una terapia de privación
sensorial y extraer de ello una crónica.
Otros artículos implican conexión: este,
más bien, apartamiento. Lo cual es perfecto, para mí. Detenerme un rato, en
estos tiempos hiperdinámicos, con sus exigencias, mores y algarabías, me parece
una espléndida idea.
De la flotación no tengo mayores
referencias. Pero ahora que lo pienso, sí tengo una referencia: la peli de
ficción–horror Altered States (1980),
con William Hurt.
Estoy a punto de entrar en el tanque de
flotación, uno de ambos de los cuales dispone Float. Me quito la ropa (pues esto se hace desnudo) y abro la
escotilla, que pudiera ser la de una gran caja fuerte, o la de un considerable
refrigerador, con la diferencia de que esta escotilla apenas pesa, y adentro la
temperatura es agradable.
Me meto.
En
Float
Momentos antes me encontraba en la sala
de espera, hojeando un par de libros: The
Book of Floating, de Michael Hutchinson, que explora los usos medicinales
del tanque de aislamiento sensorial inventado por el neurocientífico John C.
Lilly; el otro, un libro del propio Lilly, titulado The Deep Self.
Fue John C. Lilly quien –en el siglo pasado– empezó a intrigarse
por estas cosas, el pionero definitivo que supo conjuntar privación sensorial con
una ambientación casi intrauterina, más la concentración de sal en el agua, emulando
el Mar Muerto.
Momentos después, una amable señorita me
llevaría a un cuarto espacioso y con atmósfera de spa (baño, lavamanos,
regadera). Todo impecablemente sanitizado y, por si alguien tuviera esos
pudores, muy privado: aquí nadie puede entrar durante la sesión, a no sea que lo
solicite explícitamente.
Los filtros mantienen pulcras las aguas
del tanque. La clave es la higiene, tanto del líquido como del aire circulando.
No se usan químicos, ya que estos pueden ser
abrasivos para la piel. Por ejemplo cloro, cuyos vapores dañan los pulmones y celulares
cerebrales. Ni cloro ni agua oxigenada. El agua se saca completamente del
tanque, se filtra, se satura de ozono, luego se limpia aún una tercera vez, con
rayos ultravioleta.
Explica la señorita que hay que bañarse
antes de ingresar a la cámara y bañarse también después. Asimismo ponerse unos
tapones de oído, que vienen en bolsa sellada.
¿Cómo sabré cuando sea la hora de salir?
La señorita tocará una de las paredes del tanque, a la cual ella tiene acceso,
desde fuera del cuarto.
Adentro
Solo ya, me doy la ducha, me pongo los
tapones, me deslizo en el tanque: floto.
Si estiro mis piernas hacia abajo, mis
brazos hacia arriba, puedo tocar las paredes de la recámara oblonga, cubiertas
de gotas autistas y vaporosas. Si estiro los brazos a los lados, sus paredes
laterales.
Esta es una cámara de privación
sensorial, pero de hecho hay muchas sensaciones presentes. Privación no total sino selectiva, diría yo. No es que no
hayan estímulos obrando en los campos sensoriales: es solo que son pocos y
específicos.
Mundo fenoménico reducido,
pero poderoso. Ciertos ruidos, como el de la respiración, o el gorgoteo del vientre,
se hacen patentes. El lugar por demás no es que carezca de olor. La oscuridad
sí es completa, pero es a su vez una especie de pantalla perceptible. Cuando
intenté sentarme, el agua entró en mis ojos, causándoles ardor; se metió en mi
boca, dejando una sensación amarga. Desde el punto de vista del tacto, habrá
que hablar de la cualidad espesa del agua: como estar en una suerte de útero:
espeso, amniótico. Por demás, la temperatura es de 37 grados: la temperatura
misma del cuerpo.
Hay algo de primordial en todo esto. Es como estar en una especie de vientre materno. Lo cual
se presta a regresiones de toda clase, situaciones embrionarias, fetales.
Una experiencia maternal y sustancial.
Dadas las condiciones del tanque, que
facilitan una sensualidad seductora, uno puede alcanzar, a partir de cierto
límite, grados estimables de gozo. Está por supuesto
la sensación especial que surge a raíz de que muchas fuerzas de gravedad sobre
el cuerpo son retiradas.
Experimento con la quietud y la
inmovilidad propiamente. Mi cuello no se deja ir del todo hacia atrás, quizá
porque cree que se va a hundir, o porque no siente la presencia de una
almohada. También noto que esa área misma del cuello guarda un paquete sensible
de tensión.
Pero la relajación se va dando. El
riesgo es quedarse dormido, lo cual sería desperdiciar la experiencia: lo que
me interesa son las zonas fronterizas de la consciencia, no la inconsciencia
como tal.
Además de experimentar con la
inmovilidad, experimento con el dinamismo. Hago ejercicios de stretching (se
oye con nitidez el crack crack del estiramiento) y luego ciertos movimientos
espontáneos. El cuerpo deriva hacia posiciones no cotidianas, que normalmente
no podría hacer, pero que en el tanque son posibles.
Me vuelvo a recostar, buscando la mejor
postura en términos de cuello, manos y piernas: pronto la encuentro.
La gente asume que esto de
los tanques de privación es tener experiencias–fuera–del–cuerpo, pero yo más
bien creo que es un asunto de corporeización armoniosa –no de disociar. En el organismo
mismo, no fuera de él, está la libertad que tanto anhelamos.
Más adentro
Para ciertas personas el tanque es algo
muy paroxístico y trascendental; para otras algo muy anodino y suficientemente estándar:
como una sesión de masaje y nada más.
A mí me interesan los rangos de
profundidad que puede ofrecer la experiencia. Siendo lo único malo que por estar
sumergido no puedo apuntarlas.
Si alguien no está acostumbrado a su
propio espacio de subjetividad, puede que se vea asediado por la proliferante
masa de contenidos mentales, memorias, proyectos, estrategias vidriosas,
confesiones íntimas: todos esos gorgojos internos que parecen salir de ningún
lado.
Siempre están allí, pero a lo mejor no
se les ha prestado atención, y ahora, con la falta de actividad y distracción,
semejan una inundación. Es curiosa la cantidad de basura mental que uno
produce.
Dos rutas, aquí. Una, tratar de ganar
control psíquico sobre todo ese material por medio de alguna técnica interior o
meditación. La otra, abandonarse a lo que está ocurriendo: soltar el control. Dos
rutas muy respetables, cada una con sus beneficios y sus desventajas. Las dos
requieren eso sí una curiosidad esencial hacia lo que está ocurriendo.
Cosa apreciable del tanque es la soledad
que ofrece: oportunidad de desconexión esencial, que nos permite estar con
nosotros mismos, en amor propio.
Puede servir para sanar cosas. Acaso
lidiar con problemas como el de la soledad (¿se olvidarán que estoy aquí?) o la
claustrofobia (¿me quedaré encerrado en este lugar para siempre?).
En lo personal sentí ligeras oleadas de
ansiedad y miedo, lo cual no es extraño puesto que soy un ser un poco paranoico
(escenarios perversos de la imaginación: ¿y si la señorita viene con un
cuchillo a matarme?, ¿y si aparece un dedo flotando?, ¿pero en qué estoy
flotando, exactamente?).
Quizá una persona demasiado sensible, o ya
con determinadas patologías avanzadas, físicas o mentales, no debiera
utilizarlo.
Dicho esto, yo diría que esto no es para
todo el mundo, pero sí para la mayoría razonable.
De todos modos, si uno empieza a convocar
cosas desagradables, más allá de lo tolerable, es tan sencillo como abrir la
puerta y salirse del tanque en cualquier momento.
Aunque, como yo lo veo, la idea es
trabajar con las experiencias tanto positivas, negativas como neutras (así, el
tedio) que puedan surgir. Entre más sesiones de flotación, más puede ir uno
lidiando con todo eso.
Creo que la recamara será mejor
aprovechada por quien vaya con una intención consciente de utilizarla como
medio terapéutico y de desarrollo. En el ámbito de la psicología, habrá quienes
se interesan en sus potenciales.
También un lugar propicio para soltar
nuestros poderes creativos, resolver problemas, entender cosas, superar
escollos, recibir intuiciones, inspiraciones, contraseñas, ajás...
Algo interesante que se da en el tanque es
que nuestra experiencia del tiempo y el espacio se dislocan, de varios modos.
Por ejemplo, se puede dar la sensación de que el tiempo no pasa. Por tanto hay
personas que se salen a los quince minutos, pensando que ha pasado hora y
media.
Aún
más adentro
El tanque de flotación puede entenderse
como una experiencia religiosa, rito de pasaje, iniciación: como la posibilidad
de conectar con algo más grande que uno mismo.
En el tiempo que allí estuve
me pude dar cuenta que este tanque ofrece posibilidades mágicas de transformación.
Ya sin la tensión que imponen el tiempo y el espacio habituales, y pasada la reventazón de contenidos mentales
groseros, la persona en flotación podrá accesar contenidos más sutiles, incluso
zonas transpersonales de la consciencia.
Con el sistema nervioso en perfecta
inmovilidad y silencio, emerge una vivencia numinosa. Con la pérdida del
contorno personal, viene, enseguida, la pérdida de la identidad limitada, e
inmediatamente uno es inundado por una suerte de expansividad. Surge aquello
que es la esencia, la transparencia inapelable y última.
Entrar en contacto con eso es como
hacerse una cirugía interior.
En fin, en estas
estoy, cuando la señorita me toca la pared del tanque. Palpo hasta encontrar la
escotilla, me paro (con cuidado de no resbalarme y romperme la madre) y salgo
del tanque. Me baño para quitarme toda esa sal, me visto.
Estoy un poco desorientado, y
sin embargo estoy muy despierto.