Bienvenidos a LAS PÁGINAS VULGARES. Cositas periodísticas de Maurice Echeverría.

La estatua

He determinado que así como voy a retratar a esos seres humanos de nuestro entorno urbano, también retrataré sus seres animales, vegetales, y aún los inanimados. El personaje de la columna de hoy es una estatua.
           
Ustedes saben que este año se cumplen cincuenta del Nobel de Asturias. Con eso en mente, el otro día peregriné a esa escultura suya, ya saben, la de Max Leiva, la que está cerca del Obelisco, al ladito del Camino Real. La misma fuera puesta ahí en 1999, para el centenario del ya dicho.
           
Caminé hasta ahí, cuestión de ofrecerle mis respetos a nuestro santón literario, que para mí nunca ha sido una cosa de matar a Miguel Asturias, como quiso no sé cuál generación de escritores locales, sino aprender todo de él, aunque sin dejarse fagocitar por su estilo. Y Asturias es alguien quien yo defiendo y respeto y es mi maestro.  
           
Electivamente, hubiera preferido estar en el cementerio Père Lachaise frente a su tumba–glifo, que visité en su momento, pero como no estoy en Paris me planté –con tono solemne y chauvinista, como corresponde– frente a la imagen ubicada en la jardinizada y arzuizada Reforma.
           
Al decir que preferiría estar frente a su tumba, no estoy despreciando esta estatua, porque a mí en lo personal me gusta, me parece una de las mejores piezas de la avenida. Es una pena que la tengan puesta sobre una horrible plasta de cemento, eso sí.  
           
Una de las razones por las cuales me gusta es porque nos da un Asturias que parece un X–Men. Una especie de héroe mutante, aunque el traje claro lo traiciona. En cuyo caso se parece a alguien que hubiera salido muy inspirado de un curso de emprendedurismo. O a un corrupto que hubiera pactado algo con el MP.
           
Chichudo, pues.
           
Ahí lo tienen, al viejo, dejando atrás folios, no se sabe muy bien por qué. Supongo que va dejando atrás un rimero de gloria literaria, con aura bíblica, tal un Moíses de la palabra. En términos escriturales, eso de ir dejando tirando los folios no es tan práctico que digamos; lo práctico sería si los folios quedasen conjuntados.
           
En todo caso, la defoliación de los folios ya no queda tan clara hoy, dado que los vandalizaron, o se los huevearon, y los folios pues ya no están. Aún vejado, ahí va Asturias para adelante, sacando pecho, y es como si el viento de la tarde del lago de Izabal le estuviera pegando directo. El sol infinito se refleja en su noble calva. Es un ángel. Un ángel huizache, timbón, metaloide, grisáceo, verdoso y sublime.
           
Dentro del cuerpo de este Asturias indestructible y mineral hay un huevo surrealista que se quiebra, y surge una palabra. No es que me fascine caer en platitudes, pero sucede que es una palabra hecha de maíz.


(Columna publicada el 15 de marzo de 2017 en Soy502.)

El extorsionista

Hoy sí te vas a morir. Hoy sí te vas al otro barrio, compadre. Te dimos un chance pero no cumpliste. ¿Dónde están mis varas? ¿Dónde mi bono, grandísimo cerote? ¿No hace rato que te dejamos ese celular, culero hijo de mil putas? Por no contestarlo, hoy sí te va a llevar la verga. Con una moto te vamos a atenazar. A pleno sol, para que todos vean. Y sin embargo vos no vas a ver nada. Y ni tiempo te va a dar de agacharte. Siete bombazos te vamos a meter. Siete. Por maje. Por mula. Y todavía nos vamos a llevar a un par de civiles. ¿O sea que vos creías que eran puras casacas? ¿Que si decías una oración en la mañana no te iba a caer plomo? Ni Dios ni la jura te van a poder guardar. Y tan sencillo que era darnos la renta. Pero te pasaste de verga y ahora embrocado vas a quedar sobre el timón. ¿Me estás oyendo, pendejo? ¿Me estás entendiendo? Te dijimos que no anduvieras con mates y no hiciste caso, y ahora ni la tira ni los empresarios cerotes van a poder hacer algo por vos. ¿Cuándo han hecho algo por vos esos cerotes dueños de los buses? Mejor hubieras cumplido. Si yo no ando jugando, me extraña. Esta no va a ser la primera vez –ni la última– que un culero como vos muere por mi boro. Poc poc. Te dimos la oportunidad de que te pusieras vivo, y no agarraste la onda. Desde hace rato te tenemos fichado, hijueputa. Y mucho te hicimos el paro. Vos decís que ya nos entregaste el pisto de tu unidad. Pero aquí no hemos visto nada. Tu unidad no está pintada. ¿Y quién te manda pues a darle nuestro pasaje a la competencia? ¿Acaso somos lo mismo? Vos y tu ayudante nos pelan mil veces la verga. Y ahora por lo mismo los vamos a bombear. Perforados los vamos a hacer. En la pura ficha les vamos a disparar. Tu esposa ni te va a poder reconocer. Vas a nadar en sangre. Y van a nadar en sangre tus pasajeros. Y después vamos a descuartizar a tus hijos, culero. Los vamos a cortar en pedacitos. Ahí vas a ver, talega. Ya los tenemos a todos controlados. A tu funeral los vamos a ir a buscar. Todos van a ir parar al cementerio. Empezando por vos. Mañana vas a salir en los periódicos. En esos periódicos pisados que regalan en las esquinas, ahí va a aparecer tu cuerpo hecho mierda. Si nosotros no andamos jugando. Y por eso nadie nos toca. Aquí nosotros controlamos. La colonia es nuestra. El altar está puesto. Tengo el mazo en la mano. Mi compadre está listo. Órale pues.

La cajera de banco

Ustedes no lo saben (tampoco mi esposa) pero estoy enamorado de una cajera de banco. Eso explica por qué me encuentro haciendo cola en la agencia, nuevamente. Es como si tuviera un gran papalote aleteándome en el corazón, y en la fila ya solo hay cuatro personas.
           
Dentro de esta considerable fuerza de trabajo constituida por los cajeros de banco, encontraremos una joya uniformada; para ocultar su identidad, la llamaré Patricia Lourdes Mildred. Ciertas transacciones podría yo hacer desde casa, por medio de la banca en línea, pero rapidito agarro para la agencia, solo para ver, y a lo mejor hablar, con mi cajera de banco, y en la fila ya solo hay tres personas.
           
Unas veces, si tengo suerte, me toca ella. Otras no. Es parte del misterio, de la imprevisibilidad, de nuestra relación. Pero cuando me toca ella, ah, es bello y es ridículo. Ridículo, porque tiemblo, al extenderle la boleta de depósitos monetarios. Bello porque es bello verla teclear, con ese virtuosismo profesional suyo, tan ordenado, casi geométrico. Lo que Patricia Lourdes Mildred hace requiere talento, no es así nomás, y en la fila ya solo hay dos personas.
           
Yo diría que en esta notable institución bancaria, en este templo gerenciado por la riqueza y el patrimonio, el mayor patrimonio es la sonrisa de Patricia Lourdes Mildred, que bien podría yo presenciar para el resto de la eternidad, y en la fila ya solo hay una persona.
           
Ya ella me conoce, siempre intercambiamos nimiedades, que por supuesto para mí no lo son. Hoy es un día particularmente importante, porque voy a invitarla a salir. Así que aquí me tienen escarceando unas palabras bonitas para Patricia Lourdes Mildred, y en la fila ya no hay nadie, salvo yo.
           
Y entonces Patricia Lourdes Mildred me mira, con cierto desdén, como si yo fuera un sapo o algo así, y ahora resulta que está llamando a una compañera, y la compañera, que toma su lugar, se dirige a mí en un tonito perfectamente mecánico y neutro, diciendo: “Adelante”, mientras Patricia Lourdes Mildred desaparece por la puerta de atrás.
           
¡Te maldigo, Patricia Lourdes Mildred, bruja de los bancos, porque ya no me atiendes!

El motorista

Nunca me han gustado las motos (a lo mejor en esta u otra vida amarré en una moto, y me quedó el miedito) pero tengo tremendo respeto por los motoristas, y muchos amigos en el gremio.
           
Podemos destacar dos tipos de motoristas: el burgués y el funcional. No quiero hablar aquí de los motoristas de clase alta, recreacionales, de fin de semana, o como quieran llamarles. Más bien pretendo enfocarme en el piloto funcional, el que va en moto porque simplemente así ahorra tiempo, dinero y gasolina.
           
O bueno, porque su trabajo es ya de motorista.
           
El típico piloto funcional de moto chapín no es que tenga aspecto de Peter Fonda en Easy Rider. Y su moto (más bien menuda y feíta) no guarda mayor similitud con Captain America, la icónica motocicleta usada en aquel filme clásico. Aunque por estos días Peter Fonda va en Mercedes descapotable, como testificó recientemente en el anuncio del Superbowl. Dichoso él. No tiene que partirse el lomo como lazarillo en la ciudad ciega, viscoseando sudor.
           
En el pecho del motorista laborante hay una angustia permanente, porque ya no llega. Lo malo con la prisa es que causa tragedias. No existe motorista que no patine y amarre aunque sea una vez en vida. Y aún sin prisa, los avientan igual. El año pasado brindé mi ayuda a uno de estos accidentados. Le hablaba y agarraba la mano, esperando la ambulancia, mientras al cuate le brotaba un manantial de sangre de la mollera partida.      
En ocasiones el motorista muere, como muere el gato.
           
Siempre hay más de un ingrato que dice que los motoristas merecen estos infortunios. Se nota cómo los motoristas son para unos como pólipos de la ciudad cancerada y decrépita. Más si son aprendices.
           
¿Un poco de tolerancia, señores? ¿Es que no pueden mover un poco el carro, para que el motorista continúe, para que pueda cumplir con su destino? No todos los motoristas son asaltantes, como quisieran algunos paranoicos.       

Lamentablemente algunos sí lo son, y van maleados con el boro, exigiendo celulares. Y tampoco es de olvidar al motorista despreciable que, en su oportunismo vial, nos va bloqueando el paso a todos, o que se lleva a un peatón de corbata. Pareciera ser que los motoristas han pasado a ser un símbolo privilegiado del caos, del apocalipsis urbano.
           
Lo que sí es verdad es que Guatemala es ya como una ciudad de la India. Y en toda ciudad de la India que se respete las motos son reinas. La ciudad maltusiana será siempre de los motoristas, ese gran sindicato espontáneo, esa tremenda confraternidad cinética. Es posible que los motoristas ya estén desarrollando una forma avanzada de comunicación gregaria, como las abejas, con el solo objetivo de apropiarse de la metrópolis. Es posible.
           
Pero, de otra parte, los motoristas nos regalan algo que es hermoso: la idea de que podemos avanzar, aún cuando todo está inmóvil.
           
En el tráfico, los carros son como piedras y las motos son el río.
           
La llamada Caravana del Zorro, recientemente concluida, explicita toda una cultura y una mística motociclística creciendo en el país. Esa articulación anual de jateados es cosa delirante y digna de verse, aunque siempre porta uno que otro muerto. Por lo mismo es que múltiples personas desean interrumpirla. ¿Pero cómo interrumpir a los motoristas? Se les ha querido poner leyes, pero terminan siempre haciendo lo propio y lo suyo. Pongan por caso el chaleco: ese que desde hace rato va cayendo en desuso y desacato. Nombre, a los motoristas no se les puede legislar tan fácil. En cambio son un gran negocio, y los concesionarios bullen de clientes y reggaetón.


Flotaremos

Ilustración: Alejandro Azurdia/s21


Nos meteremos en el líquido esbelto, altamente salino: flotaremos.
           
Me han enviado a Float –empresa que se autodescribe como “la primera clínica de flotación de la región centroamericana”– para realizar una terapia de privación sensorial y extraer de ello una crónica.
           
Otros artículos implican conexión: este, más bien, apartamiento. Lo cual es perfecto, para mí. Detenerme un rato, en estos tiempos hiperdinámicos, con sus exigencias, mores y algarabías, me parece una espléndida idea.
           
De la flotación no tengo mayores referencias. Pero ahora que lo pienso, sí tengo una referencia: la peli de ficción–horror Altered States (1980), con William Hurt.
           
Estoy a punto de entrar en el tanque de flotación, uno de ambos de los cuales dispone Float. Me quito la ropa (pues esto se hace desnudo) y abro la escotilla, que pudiera ser la de una gran caja fuerte, o la de un considerable refrigerador, con la diferencia de que esta escotilla apenas pesa, y adentro la temperatura es agradable.
           
Me meto.


En Float

Momentos antes me encontraba en la sala de espera, hojeando un par de libros: The Book of Floating, de Michael Hutchinson, que explora los usos medicinales del tanque de aislamiento sensorial inventado por el neurocientífico John C. Lilly; el otro, un libro del propio Lilly, titulado The Deep Self.
           
Fue John C. Lilly  quien –en el siglo pasado– empezó a intrigarse por estas cosas, el pionero definitivo que supo conjuntar privación sensorial con una ambientación casi intrauterina, más la concentración de sal en el agua, emulando el Mar Muerto.       
           
Momentos después, una amable señorita me llevaría a un cuarto espacioso y con atmósfera de spa (baño, lavamanos, regadera). Todo impecablemente sanitizado y, por si alguien tuviera esos pudores, muy privado: aquí nadie puede entrar durante la sesión, a no sea que lo solicite explícitamente.
           
Los filtros mantienen pulcras las aguas del tanque. La clave es la higiene, tanto del líquido como del aire circulando. No se usan químicos, ya que estos pueden ser abrasivos para la piel. Por ejemplo cloro, cuyos vapores dañan los pulmones y celulares cerebrales. Ni cloro ni agua oxigenada. El agua se saca completamente del tanque, se filtra, se satura de ozono, luego se limpia aún una tercera vez, con rayos ultravioleta.
           
Explica la señorita que hay que bañarse antes de ingresar a la cámara y bañarse también después. Asimismo ponerse unos tapones de oído, que vienen en bolsa sellada.
           
¿Cómo sabré cuando sea la hora de salir? La señorita tocará una de las paredes del tanque, a la cual ella tiene acceso, desde fuera del cuarto.


Adentro

Solo ya, me doy la ducha, me pongo los tapones, me deslizo en el tanque: floto.
           
Si estiro mis piernas hacia abajo, mis brazos hacia arriba, puedo tocar las paredes de la recámara oblonga, cubiertas de gotas autistas y vaporosas. Si estiro los brazos a los lados, sus paredes laterales.
           
Esta es una cámara de privación sensorial, pero de hecho hay muchas sensaciones presentes. Privación no total sino selectiva, diría yo. No es que no hayan estímulos obrando en los campos sensoriales: es solo que son pocos y específicos.

Mundo fenoménico reducido, pero poderoso. Ciertos ruidos, como el de la respiración, o el gorgoteo del vientre, se hacen patentes. El lugar por demás no es que carezca de olor. La oscuridad sí es completa, pero es a su vez una especie de pantalla perceptible. Cuando intenté sentarme, el agua entró en mis ojos, causándoles ardor; se metió en mi boca, dejando una sensación amarga. Desde el punto de vista del tacto, habrá que hablar de la cualidad espesa del agua: como estar en una suerte de útero: espeso, amniótico. Por demás, la temperatura es de 37 grados: la temperatura misma del cuerpo.
           
Hay algo de primordial en todo esto. Es como estar en una especie de vientre materno. Lo cual se presta a regresiones de toda clase, situaciones embrionarias, fetales.
           
Una experiencia maternal y sustancial.
           
Dadas las condiciones del tanque, que facilitan una sensualidad seductora, uno puede alcanzar, a partir de cierto límite, grados estimables de gozo. Está por supuesto la sensación especial que surge a raíz de que muchas fuerzas de gravedad sobre el cuerpo son retiradas.
           
Experimento con la quietud y la inmovilidad propiamente. Mi cuello no se deja ir del todo hacia atrás, quizá porque cree que se va a hundir, o porque no siente la presencia de una almohada. También noto que esa área misma del cuello guarda un paquete sensible de tensión.
           
Pero la relajación se va dando. El riesgo es quedarse dormido, lo cual sería desperdiciar la experiencia: lo que me interesa son las zonas fronterizas de la consciencia, no la inconsciencia como tal.
           
Además de experimentar con la inmovilidad, experimento con el dinamismo. Hago ejercicios de stretching (se oye con nitidez el crack crack del estiramiento) y luego ciertos movimientos espontáneos. El cuerpo deriva hacia posiciones no cotidianas, que normalmente no podría hacer, pero que en el tanque son posibles.  
           
Me vuelvo a recostar, buscando la mejor postura en términos de cuello, manos y piernas: pronto la encuentro.
           
La gente asume que esto de los tanques de privación es tener experiencias–fuera–del–cuerpo, pero yo más bien creo que es un asunto de corporeización armoniosa –no de disociar. En el organismo mismo, no fuera de él, está la libertad que tanto anhelamos.
           
           
Más adentro

Para ciertas personas el tanque es algo muy paroxístico y trascendental; para otras algo muy anodino y suficientemente estándar: como una sesión de masaje y nada más.
           
A mí me interesan los rangos de profundidad que puede ofrecer la experiencia. Siendo lo único malo que por estar sumergido no puedo apuntarlas.
           
Si alguien no está acostumbrado a su propio espacio de subjetividad, puede que se vea asediado por la proliferante masa de contenidos mentales, memorias, proyectos, estrategias vidriosas, confesiones íntimas: todos esos gorgojos internos que parecen salir de ningún lado.
           
Siempre están allí, pero a lo mejor no se les ha prestado atención, y ahora, con la falta de actividad y distracción, semejan una inundación. Es curiosa la cantidad de basura mental que uno produce.
           
Dos rutas, aquí. Una, tratar de ganar control psíquico sobre todo ese material por medio de alguna técnica interior o meditación. La otra, abandonarse a lo que está ocurriendo: soltar el control. Dos rutas muy respetables, cada una con sus beneficios y sus desventajas. Las dos requieren eso sí una curiosidad esencial hacia lo que está ocurriendo.
           
Cosa apreciable del tanque es la soledad que ofrece: oportunidad de desconexión esencial, que nos permite estar con nosotros mismos, en amor propio.
           
Puede servir para sanar cosas. Acaso lidiar con problemas como el de la soledad (¿se olvidarán que estoy aquí?) o la claustrofobia (¿me quedaré encerrado en este lugar para siempre?).
           
En lo personal sentí ligeras oleadas de ansiedad y miedo, lo cual no es extraño puesto que soy un ser un poco paranoico (escenarios perversos de la imaginación: ¿y si la señorita viene con un cuchillo a matarme?, ¿y si aparece un dedo flotando?, ¿pero en qué estoy flotando, exactamente?).

Quizá una persona demasiado sensible, o ya con determinadas patologías avanzadas, físicas o mentales, no debiera utilizarlo.
           
Dicho esto, yo diría que esto no es para todo el mundo, pero sí para la mayoría razonable.
           
De todos modos, si uno empieza a convocar cosas desagradables, más allá de lo tolerable, es tan sencillo como abrir la puerta y salirse del tanque en cualquier momento.       
           
Aunque, como yo lo veo, la idea es trabajar con las experiencias tanto positivas, negativas como neutras (así, el tedio) que puedan surgir. Entre más sesiones de flotación, más puede ir uno lidiando con todo eso.
           
Creo que la recamara será mejor aprovechada por quien vaya con una intención consciente de utilizarla como medio terapéutico y de desarrollo. En el ámbito de la psicología, habrá quienes se interesan en sus potenciales. 
           
También un lugar propicio para soltar nuestros poderes creativos, resolver problemas, entender cosas, superar escollos, recibir intuiciones, inspiraciones, contraseñas, ajás... 
           
Algo interesante que se da en el tanque es que nuestra experiencia del tiempo y el espacio se dislocan, de varios modos. Por ejemplo, se puede dar la sensación de que el tiempo no pasa. Por tanto hay personas que se salen a los quince minutos, pensando que ha pasado hora y media.
           

Aún más adentro

El tanque de flotación puede entenderse como una experiencia religiosa, rito de pasaje, iniciación: como la posibilidad de conectar con algo más grande que uno mismo.  
           
En el tiempo que allí estuve me pude dar cuenta que este tanque ofrece posibilidades mágicas de transformación. Ya sin la tensión que imponen el tiempo y el espacio habituales, y pasada la reventazón de contenidos mentales groseros, la persona en flotación podrá accesar contenidos más sutiles, incluso zonas transpersonales de la consciencia.
           
Con el sistema nervioso en perfecta inmovilidad y silencio, emerge una vivencia numinosa. Con la pérdida del contorno personal, viene, enseguida, la pérdida de la identidad limitada, e inmediatamente uno es inundado por una suerte de expansividad. Surge aquello que es la esencia, la transparencia inapelable y última.
           
Entrar en contacto con eso es como hacerse una cirugía interior.
           
En fin, en estas estoy, cuando la señorita me toca la pared del tanque. Palpo hasta encontrar la escotilla, me paro (con cuidado de no resbalarme y romperme la madre) y salgo del tanque. Me baño para quitarme toda esa sal, me visto.
           

Estoy un poco desorientado, y sin embargo estoy muy despierto. 


Hay que mojarse


Me pidieron –hace rato ya, en 2011, creo– este encargo, sobre rafting, para el primer número de una publicación nueva con temática de outdoors en CA. Ignoro si al final la revista salió o no salió (nunca me dijeron nada). En fin, me encontré accidentalmente con el texto en mi disco duro, ahora lo cuelgo.


La Avenida Reforma es, a su modo, un río. A esta hora, más bien un río sin esperanza, un río muerto: los automóviles sencillamente no circulan. Y aunque desde el piso once de mi edificio –en esta mutante, remutante y rematante ciudad de Guatemala– no alcanzo a ver los rostros de los conductores, hay que suponer que la mayoría van bastante irritados, y algunos quizá ya directamente enchamucados, y a lo mejor ya están sacando la glock de la guantera.

No dejo de entenderlos. Digamos que hay días cuando las relaciones diplomáticas entre uno y la ciudad no tienen nada que envidiar a las de Washington–Teherán. Lo que uno quisiera es irse de rafting al Cahabón.

–Lo que yo quisiera es irme de rafting al Cahabón.

Le digo a mi mujer, que está regando las plantas.

Y ella sabe de qué estoy hablando: ambos nos fuimos hace unos años en una aventura de canotaje, que rindió sus frutos. Un evento para nada indigna de poner en la propia biografía. El Cahabón, con sus múltiples trayectos, algunos más excesivos que otros; seguramente el que nosotros hicimos no fue el más hardcore de los posibles –era nuestra primera vez– pero igual rezumó ciertas emociones muy elevadas, muy convincentes…

Aún resuenan en mis oídos las indicaciones –taxativas, continuas, casi agresivas– del guía. Para embestir la espuma múltiple y blanca, se precisa una dirección clara. El esfuerzo de domesticar la balsa de goma, y de conversar con las pujanzas del río, demanda un grado excitante de coordinación. Por supuesto, antes nos dieron una inducción teórica, no es que te sueltan y allí mirás que hacés... Se le da mucha importancia a la seguridad; por tanto te entregan un casco y un chaleco –que huele a diablos, seguramente resultado de los mil previos remadores que lo usaron y sudaron y resudaron. Todo sea por la gloria del remo.

Nos dijeron varias cosas en esa charla, y una de ellas que se me quedó atornillada en la cabeza fue que, en caso uno cayera, había que poner los pies para arriba y para el frente, cuestión de no destaparse la rodilla en flor, contra una roca posible.

Ya en el río, nos fuimos adaptando decentemente al sistema, y maniobramos bien. La forma de usar el remo y el propio peso de uno son factores cruciales. También está la camaradería, el trabajar en equipo: un mínimo de sensibilidad gregaria. Y asumir el propio rol, dentro del raft, con entrega. Un ejercicio de concentración que te remite necesariamente al instante presente: por tanto adiós estrés, adiós cuentas por pagar, adiós crisis financieras del mundo. Inclusive es posible adquirir ese estado que el autor húngaro Mihaly Csikszentmihalyi llama flow: una experiencia de participación radical y gozosa en el proceso inmediato de la vida.

Por momentos, el viaje se convierte en algo muy pacífico, muy pacífico. Es posible apreciar el entorno natural. Toca apreciar las coyunturas de la roca, las veteranas vegetaciones, un puente tal vez. Bueno dejarse deslizar encima del agua neutral, que va creando momentos redondos de espuma, o se aherroja en zonas líquidas que son asombros. La balsa de goma se adapta a las inclinaciones y los détours con persuadida maleabilidad, mientras que los que vamos remando sentimos un pájaro de aire en el rostro extasiado. El sol para mientras se distribuye en mil lentejas de luz, sobre el agua tan dulce.

Por supuesto hay momentos más frenéticos y existenciales. Es cuando se da una radicalización de tus sentidos, una tensión de todo tu aparato muscular, una conferencia sináptica en tu neocórtex. En uno de esos momentos, a veces sales despedido de la balsa, y caes de lleno en el agua indomada del Cahabón. Exactamente lo que me ocurrió a mí.
                                                 

Lecciones de rafting

El rafting se hace en los llamados ríos de aguas blancas –llamados así por la espuma que generan, cuando se arremolinan. Los rafts, tal como se conocen hoy en día, son balsas neumáticas, y son ellas sí quienes van llevando a los entusiastas del canotaje entre las corrientes benignas o violentas. 

El rafting tiene muchas funciones en la vida. Por ejemplo, tiene una función puramente recreacional. Tiene otra razón glandular y adrenalínica. Una función turística. Otra que es deportiva y competitiva. Por supuesto, está la comercial.

Es un deporte ajustadísimo a las expectativa de cualquier amante de la naturaleza, más cuando se combina con noches abiertas de camping. Nos pone ciertamente en contacto con la tierra y el cielo, despierta en nosotros el instinto ecológico (no resulta extraño que el Campeonato Mundial de Rafting Costa Rica 2011 tuvo como meta ser el primer evento de esta naturaleza en ser neutro en emisiones de carbono). Y nos recuerda la frase de Thoreau: “Todas las cosas buenas son salvajes y libres”.

El rafting no es una opción floja para los amantes de los deportes extremos. La extremidad en rafting se mide en grados, categorías, clases de dificultad. Desde la mansa clase I hasta la empoderante clase VI, la cual solo admite, iniciáticamente, a personas con mucha habilidad.

Pero el rafting es un deporte de hecho bastante democrático. Con algunas salvedades obvias (como la edad, o el saber nadar) son muchos quienes están en posibilidad de practicarlo. No necesariamente se precisa ser un freak suicida para hacer rafting. Se puede encontrar las condiciones adecuadas para quienquiera, inclusive personas sin preparación física especial. Mayores y niños son bienvenidos. Muchos lo toman inclusive como una actividad familiar. Y está la libertad de hacer una aventura de rafting de varios días, o bien un viaje corto y expeditivo.

Syd Shaw, un entusiasta guatemalteco del rafting, lo explica muy bien: “El rafting se distingue de otros deportes de aventura por proporcionar a sus participantes una aventura simbólica; una sensación de vivir momentos únicos y excepcionales, con riesgos y peligros controlados.”

Se puede decir que el rafting es para locos y para mansos por igual. “Y por supuesto que existe una gama de posibilidades en medio de estos dos extremos”, elabora Ramiro Tejada, quien está al frente de una de las empresas más longevas y exitosas de aventuras outdoors en el país (Maya Expeditions). “La mayoría de los viajes comerciales alrededor del mundo son de un tipo intermedio, con bastante emoción, pero no tanto riesgo, aunque por supuesto que los hay en ambos extremos también”.

Agrega Tejada: “Para que un viaje sea considerado de alta calidad, lo más importante es que los guías estén verdaderamente capacitados y puedan brindar seguridad, diversión y emoción.  Luego viene el servicio y atención, que está en los detalles. Por supuesto que es indispensable también contar con un equipo adecuado y en buen estado, y una logística de apoyo bien organizada.”
           
Accidentes, los hay. El rafting no está inmune a las leyes del karma. De vez en cuando pasa lo no planificado: la basa se desinfla, o alguien se lastima. Pero hay algo de todos modos relativamente estable y seguro en el rafting, al menos en comparación con otros deportes extremos. Ramiro Tejada dice que en todo el tiempo que lleva de hacer rafting sólo ha visto tres accidentes realmente serios.

Un aspecto interesante del rafting es que se trata de un deporte necesariamente comunal. No resulta extraño que hayan compañías de rafting que ofrezcan clínicas de teambuilding, a compañías y comunidades. Es una manera maravillosa de crear sinergia. El canotaje eleva el compañerismo, inclusive en contextos de rivalidad. Observa Ramiro Tejada: “Cuando se hacen campeonatos de rafting, siempre hay un ambiente en que priva la camaradería entre todos los competidores”.

El rafting despierta en nosotros un sentido de conexión. Y nos enseña un par de las cosas sobre la vida, caudal ella también. Lo dice la maestra zen Charlotte Joko Beck: “No hay forma de aislarse del río”.
                       

Rafting Guatemala
                       
Los ríos y caudales del mundo se unen para la aventura del rafting. Desde el Zimbazi, en Zimbabwe, hasta el Sun Kosi, en Nepal, pasando por el Middle Fork, en Idaho, la tierra nos ofrece las aguas necesarias para este deporte, en plurales latitudes. El rafting se ha transformado en una experiencia mundial. Lo cuál se refleja en el hecho de que posea su propia federación (International Rafting Federation) y empuje campeonatos globales periódicos.

En el continente americano, hay ríos apropiadísimos para hacer rafting, como el Upano, en Ecuador, o el Futaleufú en Chile. En Centroamérica, ríos como el Cangrejal, en Honduras, o el Pacuare en Costa Rica, en donde ocurrió por cierto el Campeonato Mundial de Rafting 2011.

En Guatemala, el canotaje empezó a darse hacia mediados de la década de los ochenta, nos explica Ramiro Tejada. Jóvenes aventureros se embarcaron en actividades que entonces eran poco conocidas localmente, como el rafting y la espeleología. En 1986 se hace el primer descenso del río Cahabón, hoy el más famoso de Guatemala para esta actividad. 

Otros dignos ríos guatemaltecos para canotaje son el Nahualate, el Coyolate, Los Esclavos, y el Río Usumacinta, que según explica Tejada, “no tiene muchos rápidos, pero la selva y la arqueología lo hacen una expedición fabulosa”. Lo mismo el Chiquibul, “con rápidos muy suaves pero naturaleza increíble”. Algunos de estos ríos, como el Cahabón, son navegables durante todo año; otros, más estacionales, dependen en buena medida del invierno.

Varias empresas ofrecen el servicio de rafting en Guatemala,  empresas como Maya Expedition, Gravedad Cero, Guatemala Rafting, ADETES (Asociación de Desarrollo de Turismo Ecológico Saquijá, una cooperativa formada por personas de origen kekchí, que viven a la orilla del río Cahabón).


Bautizado

Tejada explica: “El Cahabón, por sus características de paisaje, caudal, tipo de rápidos, y el hecho que mantiene un volumen apropiado para navegarlo todo el año, sigue siendo el número uno y es el más famoso de Guatemala. Según la revista Paddler –revista especializada en este deporte– está entre los diez mejores ríos tropicales del mundo.” 

Hace 25 años, el mero hecho llegar hasta el río Cahabón era ya de sí una aventura. Hoy el camino está asfaltado al 90%. “La logística de los viajes en aquellos tiempos era sumamente complicada, pero eso le daba un especial romanticismo”, continúa Tejada.  

El Río Cahabón penetra encrespado el Departamento de Alta Verapaz. Un destino turístico muy dulce. Y un auténtico útero ecológico (aunque quizá no el mismo de hace unas décadas, cuando presentaba regularmente nutrias y tortugas).

Y allí, en el torrente glorioso del río Cahabón, fue donde yo caí, ante la mirada atónita de mi esposa, que iba conmigo. La balsa de goma me sacudió como un potro enfebrecido. Pero es curioso lo que ocurre en esta clase de situaciones: es como si algo distinto a uno tomara las riendas, una especie de inteligencia espontánea que no es otra cosa que la inteligencia hiper–asertiva del organismo cuando se halla en una situación de mucha vulnerabilidad. Esta energía incomunicable hechiza todo el circuitaje nervioso y lo pone en estado de finísima sensibilidad. Y hace que uno se mueve entre sistemas complejos de opciones y posibilidades, para hallar el medio de vuelta a la estabilidad, y a la calma. No sé cómo, pero conseguí incorporarme de vuelta en el raft.

No puedo pensar en un mejor bautizo que éste. Como seres humanos, hacemos lo imposible por no caer en situaciones de contingencia, por no mojarnos. Todo lo queremos seguro, cómodo y sin riesgo.

Mi mujer y yo estamos viendo desde el balcón el tráfico descomunal que hay en La Reforma. La Reforma es un río, pero allí no hay vida.

–Este fin de semana nos vamos de rafting –le digo, simplemente.